Cuando entré al cuarto de terapia intensiva recordé la conversación que había tenido con quien empezó como paciente hace 25 años y ahora era un gran amigo: ¿cómo es posible que a finales del siglo XX sigamos sin poder tener una muerte digna? Ahora, 25 años después, lo veía con un tubo en la garganta, conectado a una máquina que distendía sus pulmones solo las veces que tenía programada. De una arteria de la mano derecha salía un catéter que media la oxigenación cada vez que se requería. En la nariz había un tubo que llegaba al intestino delgado a través del cual mi amigo se nutría. Del otro brazo salía un catéter con tres conectores, uno para pasar medicamentos, otro para administrar norepinefrina -un fármaco que mantenía su presión arterial- y el otro para mantenerlo hidratado. Una sonda evitaba que se acumulara orina en la vejiga y en el cuello un catéter más lo conectaba a otra máquina que se encargaba de eliminar las toxinas que ahora sus riñones no podían hacer.