COLABORADOR INVITADO / José Antonio Aguilar Rivera EN REFORMA
¿Qué se perdería con la extinción de los fideicomisos públicos que el gobierno en turno se empeña en desaparecer contra viento y marea? La pregunta no es sencilla, pues la mayoría de las personas ignoran qué son y para qué sirven estos fideicomisos. Sin embargo, alguna importancia deben tener, pues por tercera ocasión en este año los diputados discuten su futuro y cada vez una multitud de voces de academias, científicos e instituciones se han alzado para defender su existencia. En el caso de los centros públicos de investigación, los fideicomisos de ciencia y tecnología son el producto de recursos autogenerados, proyectos externos y donaciones de terceros. No hay ahí dinero de los contribuyentes. No le cuestan al erario un centavo; por el contrario, ayudan a solventar los magros presupuestos que los centros reciben del gobierno federal. Con los fideicomisos se otorgan becas a estudiantes, se financian proyectos de investigación multianuales, se compran libros y se hace posible la labor científica de largo aliento. En algunos casos los fidecomisos son vitales para la supervivencia material de las instituciones. Todos tienen estrictas reglas de operación y están sujetos a la fiscalización de la Secretaría de la Función Pública y de la Auditoría Superior de la Federación, por lo tanto, son transparentes y auditables. Su desaparición, una especie de confiscación, causaría un daño probablemente irreparable, no sólo a esos centros sino al país. En su conjunto los centros públicos constituyen la segunda fuerza en generación de conocimiento en ciencias básicas, sociales y desarrollo tecnológico, sólo detrás de la UNAM.
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