OPINIÓN

Tradición cirquera

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

3 MIN 30 SEG

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Cuando iba yo a cumplir 50 años mi esposa me preguntó qué quería de regalo. Le pedí: "Llévame al circo". Había visto uno en Monterrey, frente a Galerías, y quise revivir las memorias de circo de mi infancia: el Beas Modelo, con los hermanos Esqueda, los mejores trapecistas del mundo a pesar de que los cuatro -incluida la hermana- eran bizcos de solemnidad; el Atayde, con Ráfaga Palmer, el Motociclista Suicida, que daba vueltas y vueltas en su motocicleta dentro de una enorme esfera hecha con rejas de metal, y el gorila Truxon, que al final de su actuación se ponía camisón y gorro de dormir y luego se sentaba en una bacinica entre las risas y aplausos del respetable público. Le pedí a mi esposa, como dije, que me llevara al circo, y ella mandó comprar un palco de primera fila. Cuando llegamos descubrimos que era de cuatro asientos. Vimos a dos niños de aspecto muy humilde que rondaban la carpa como buscando la manera de colarse; los llamamos y los invitamos a entrar con nosotros. Felices, ocuparon las dos sillas delanteras. Empezó la función con el desfile de los artistas y los animales al compás de la música circense y con las grandilocuentes presentaciones del director de pista. Fulano, extraordinario alambrista, único capaz de hacer el triple salto mortal en el alambre. Las hermanitas Zutanas, contorsionistas, venidas directamente de Pekín. El mago Perengano, que se presenta después de triunfar en Las Vegas. Y luego los animales: las cebras, los caballos, el tigre y los leones en sus jaulas, los elefantes. Y los camellos. Ah, los camellos. Mejor habría sido dejarlos en la tierra -la arena- de sus antepasados: la Nubia o el Sahara. Pues sucedió que en pleno desfile al tal camello se le antojó la tal camella. Y nada habría pasado si la camella hubiese accedido al dicho antojo -ese habría sido el acto más llamativo de la función-, pero no estaba de humor -quizá le dolía la cabeza- y rechazó al cachondo camello. Él siguió jorobándola, y ella respondió con recias patadas y enérgicas mordidas. El camello se encabritó -¿o encamelló?- y eso asustó a los otros animales. Los caballos comenzaron a reparar; las cebras a tirar coces; los elefantes a revolverse sobre sí mismos; el tigre y los leones rugieron en sus jaulas. El mago se desapareció; las hermanitas venidas de Pekín echaron a correr, espantadas, sin percatarse de que su ciudad estaba en la dirección opuesta. El pánico se generalizó. La gente se precipitó hacia la puerta. Mi señora y yo tomamos de la mano a los muchachitos -éramos responsables de ellos- y salimos por abajo de la carpa. Adiós, regalo de cumpleaños. Para consolar a los niños los llevamos a Galerías y les compramos sendos helados de tres bolas, dos vasos grandes de Coca y una docena de donitas de vainilla y chocolate. Espero que con eso se hayan consolado. Yo es fecha que todavía no me consuelo. Ahora bien: ¿a qué la narración de ese desastre, que si bien no tiene la magnitud del hundimiento del Titanic o del fatal incendio de Chicago no deja de poseer ciertos tintes de catástrofe? Sucede que los cirqueros mexicanos están atravesando ahora por una difícil situación. Con la pandemia muchos circos tuvieron que cerrar, y los que sobrevivieron reciben ahora públicos muy reducidos. Para colmo, en los pueblos y ciudades son objeto de exigencias de todo orden que elevan sus gastos y reducen sus ya de por sí magras utilidades. El circo es en México un espectáculo de gran tradición. No permitamos que desaparezca. Eso sería atentar contra nuestra niñez. Y también contra nuestros recuerdos... FIN.