OPINIÓN

Sin ceremonial

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

3 MIN 30 SEG

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"Mi mujer es frígida. No le gusta el acto conyugal". Eso le dijo el marido al consejero matrimonial. La esposa se defendió. "No soy frígida -negó con energía-, y sí me gusta el acto. Lo que sucede es que al terminar de hacer el amor mi marido lanza unos tremendos gritos comparados con los cuales los ululatos de Johnny Weissmüller, o sea Tarzán, son débiles murmullos de bebé. Y esos gritos no me gustan". "Pues, deberían gustarle, señora -opuso el terapeuta-. Son señal evidente de pasión y prueba indiscutible de que su esposo gozó el sexo". "Sí -admitió la señora-. Pero con sus gritos me despierta"... La mayor parte de mi vida la viví bajo el largo periodo de la dominación priista. Año tras año se llevaba a cabo un ritual inalterable: el de la lectura de su informe por el Presidente de la República. Yo criticaba sistemáticamente esa liturgia. La tildaba de ceremonia hueca que servía sólo para rendir pleitesía al mandatario en turno. Los sumisos medios de comunicación hacían la puntual reseña del acto, el mismo siempre, repetido una y otra vez, y daban cuenta exacta de las veces que el Señor Presidente había sido interrumpido con aplausos, y en cuántas ocasiones el público se había puesto de pie para ovacionarlo. En aquellos años yo tenía pocos. Era joven, y por lo tanto lo sabía todo. O creía saberlo. Aquello, entonces, me parecía algo vacío de sentido, inútil solemnidad no solo larga -la lectura del tal informe duraba horas- sino también aburrida. Me faltaba capacidad para ver que tras la forma estaba el fondo. Aquel acto era la representación visible de una nación en paz, de un país donde reinaban el orden constitucional, la institucionalidad política y la tranquilidad social, aunque abajo de todo eso hubiera una cloaca de corrupción y ausencia de libertad. Tal ceremonia ritualista, la del informe presidencial, era también el espejo de una dictadura benévola que cuando algo la amenazaba hacía a un lado su benevolencia y mostraba su verdadero rostro. Con todo, los mexicanos vivíamos tranquilos, y eran muy pocos los que denunciaban la falta de democracia, la opresión política, la corrupción que rendía aquellas "comaladas sexenales de millonarios" cuyo enriquecimiento condonábamos en vez de condenar. "Que roben, pero que hagan". Esa actitud no era cinismo, y ni siquiera resignación forzosa: era mero sentido de la realidad. Desapareció aquel ceremonioso ceremonial. Este año, por ejemplo, el Presidente envió su décimo quinto-cuarto Informe al Congreso en modo que, aunque haya sido llevado a cabo por el secretario de Gobernación, no dejó de ser servicio de mensajería, y luego dijo su mensaje ante un reducido grupo formado por el primer círculo de la familia real, las corcholatas del monarca y algunas de sus fichas más cercanas. Prácticamente aniquilada la República, las leyes y las instituciones anuladas, no puede haber solemnidades. La antigua formalidad ha sido desterrada, con la diferencia de que ahora el fondo no es la tranquilidad, ni la institucionalidad, ni el imperio, siquiera fuese aparente, de la ley, sino la inseguridad, el desmantelamiento de las instituciones y el abierto desdén por el orden jurídico. Siento pena -pena en el sentido de tristeza; pena en el sentido de vergüenza- cuando veo las encuestas según las cuales la popularidad del Presidente no ha bajado pese a todas las evidencias que muestran los fracasos de su gobierno en los más importantes rubros: la seguridad, la salud, la educación, la economía, el combate a la pobreza. ¿En qué país vivimos? Por mi parte seguiré predicando en el desierto. Llevo más de 60 años haciéndolo. Estoy empezando a acostumbrarme... FIN.