La señorita Spinster era célibe, sin familia cercana ni lejana. No pertenecía a iglesia alguna. Vivía en completa soledad en una antigua mansión construida en los tiempos de una aristocracia rural ya desaparecida. Nadie lo sabía, pero era dueña de una inmensa fortuna en bienes raíces, dinero en el banco, acciones, bonos y certificados. Aconteció que un día -una noche, más bien- a un agente viajero que pasaba por el lugar se le descompuso su automóvil. Llovía a cántaros y hacía un frío que calaba hasta los huesos, si me son permitidas esas dos expresiones inéditas. El viajero llamó a la puerta de la solitaria mujer, y ella lo recibió con la cortesía aneja a su clase y a las tradiciones de su casa. Le ofreció una taza de té y una copa de ron jamaiquino a fin de que recuperara el calor de los miembros, y luego compartió con él la cena que solía consumir antes de ir a la cama. Pasaron después al saloncito de estar. Ahí bebieron varias copas de coñac y entablaron una grata conversación. Él escuchó con atención el relato de la monótona vida de su anfitriona. La consoló cuando evocó a sus padres idos y le ofreció su hombro para que llorara. No alargaré la historia. Lo de las copas y lo del hombro condujeron a otras cosas, y pronto el viajero se vio en el lecho de la dama. Ahí la hizo conocer por vez primera los deliquios del amor carnal. Ella, extática, supo de placeres y voluptuosidades que ni siquiera había imaginado. Luego durmieron el profundo sueño que sigue a las delicias de la sensualidad. Al día siguiente él se despidió. En la puerta le preguntó la mujer: "¿Cómo te llamas?". El viajero era casado, de modo que le dijo el nombre de un cierto amigo suyo soltero y sin compromisos. Pasaron unos meses. Cierto día el tal amigo buscó al viajero y le preguntó: "¿Tú le diste mi nombre a una dama a la que conociste?". El otro se disculpó: "Perdóname. Lo hice en circunstancias apuradas". "No te disculpes -replicó el amigo-. Murió la señorita, y me nombró heredero universal de sus bienes por haberle dado la noche más hermosa de su vida"... El sistema de salud está enfermo. El Seguro Popular fue desaparecido, y el ente que se creó para sustituirlo ha dado sobradas muestras de su inexistencia. El personal de los hospitales públicos se queja de falta de lo más necesario para atender a los pacientes. El desabasto de medicamentos en las farmacias está ya generalizado: no será difícil que dentro de poco debamos recurrir a yerbas, chiqueadores y otros remedios caseros de los que usaron nuestros abuelos para aliviar sus ajes. La vacunación infantil, antes sujeta a programas regulares y profusamente anunciados, ahora falla por completo. Eso para no hablar de la ineficiencia oficial ante la pandemia: quienes saben de esto afirman que la cifra de fallecidos declarada por los voceros del gobierno debe multiplicarse al menos por 2 para acercarla a la verdad. El actual régimen habla de corrupción en el antiguo sistema en materia de medicinas y hospitales públicos. Es muy probable que la haya habido, pero estoy seguro de que la gente prefiere salud con corrupción a enfermedad sin curación. Habrá que repetir, aunque dé pena, aquello de que estábamos mejor cuando estábamos peor... Pepito le preguntó a su mami: "¿Cómo nacen los hijos?". La señora, confusa, respondió: "Los trae el doctor Avicena". Poco después vieron al médico en compañía de dos guapas muchachas de hermoso rostro y atractivas formas. "¿Quiénes son?" -le preguntó Pepito a su mamá. Le dijo la señora: "Son sus hijas". "¡Mira! -se enojó Pepito-. ¡El cabrón se queda con lo mejor!"... FIN.
Armando Fuentes Aguirre, "Catón". Nació y vive en Saltillo, Coahuila. Licenciado en Derecho; licenciado en Letras Españolas. Maestro universitario; humorista y humanista. Sus artículos periodísticos se leen en más de un centenar de publicaciones en el País y en el extranjero. Dicta conferencias sobre temas de política, historia y filosofía. Desde 1978 es cronista de la Ciudad de Saltillo. Su mayor orgullo es ser padre de cuatro hijos y abuelo de 13 nietos.