OPINIÓN

Que a nadie le extrañe

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

3 MIN 30 SEG

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes
Quizá hago mal en decir lo que voy a decir, ahora que estamos viviendo uno de los más oscuros tiempos en la historia reciente de México. Parece impropio alegrarse por algo cuando todo incita a la inquietud, y aun a la desolación. Pero sucede que en este momento me abrazan el cielo, la tierra y el mar. Estoy en el balcón de mi hotel en Cancún. Bebo a tragos lentos mi café y miro con ojos extasiados el amanecer. La playa se ve vacía; apenas una pareja joven camina bajo la noche que se va y el nuevo día que viene. Tomados de la mano, él y ella se detienen y se besan. Yo sonrío: el amor también es un amanecer. Y soy feliz. Sucede que di una conferencia para el Instituto Mexicano de Contadores Públicos. Imaginen mis cuatro lectores el vastísimo salón del Centro de Convenciones, y en él cerca de mil 500 contadores y contadoras de todo el país. Para ellos hablé. Pocos públicos tan generosos y cordiales he tenido a lo largo de mi larga vida de juglar. Los profesionales de la contaduría escucharon atentos mis palabras, lo mismo las de humor que las de reflexión, y al terminar mi charla todos, puestos de pie, me aplaudieron tan largamente que debí adelantarme al foro una y otra vez para agradecer esa cálida ovación. Seguidamente recibí un expresivo diploma y un bello obsequio de manos de la contadora pública Ludivina Leija Rodríguez, Vicepresidenta General del Instituto, gentilísima dama que a sus muchos méritos de talentosa profesionista añade cualidades humanas de excepción. No hay palabras que alcancen a manifestarle mi gratitud por haberme invitado a participar en esa asamblea donde fui ungido con el santo sacramento de la bondad humana. Gracias a las contadoras y contadores mexicanos por haberme dado uno de los mejores momentos en mi vida de conferenciante, y gracias al doctor Salvador Gallegos, prestigiado médico, esposo de Ludi, como cariñosamente llaman todos a la maestra Ludivina. Con ellos y con mi hijo Javier, compañero de viajes y ángel de la guarda, disfruté galas de gula en uno de los más tradicionales restoranes de Cancún. A nadie ha de extrañar, entonces, que escriba estas agradecidas líneas mientras bebo a morosos tragos mi taza de café en el balcón del hotel y miro desde ahí el nuevo día y el amor de aquellos muchachos que con su beso hicieron que amaneciera en la tierra, el mar y el cielo. Sin saberlo me dijeron que a pesar de todos los pesares la vida habrá de continuar... Don Poseidón, granjero acomodado, viajó a la gran ciudad. Necesitaba un traje a la medida. Su hija mayor, Glafira, se iba a casar, y en la ocasión debía vestir él ropa de catrín, pues su señora y los papás del novio irían muy elegantiosos a la boda. Los amigos del rústico señor le advirtieron sobre los peligros de la urbe. De uno en particular debía cuidarse: había ahí rateros tan habilidosos que eran capaces de robarle los calcetines sin quitarle los zapatos. Se previno contra ellos el viajero: dejó en su casa el reloj de bolsillo con leontina y la argolla de casado; en su cinturón de víbora escondió el dinero que llevaba; calzó botines altos para evitar en lo posible el robo de sus calcetines. Ya en la capital fue don Poseidón a una sastrería que le recomendaron, llamada "Arte y capricho". El sastre le tomó las medidas para el traje, medidas que iba dictando a su ayudante. Le midió al cliente la cintura, el pecho, los brazos. Al tomar la medida para el pantalón llevó la mano con la cinta de medir a la entrepierna del señor y dijo: "101". Exclamó don Poseidón, al mismo tiempo afligido y espantado: "¡Siente nada más uno! ¡Ya sabía yo que algo me iban a robar!"... FIN.