OPINIÓN

Prohibido quejarse

Andrés Clariond Rangel EN REFORMA

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El movimiento #MeToo, que en Estados Unidos tuvo gran furor y golpeó las carreras de gigantes de la talla de Woody Allen, Kevin Spacey o del productor de cine Harvey Weinstein, debutó en redes sociales mexicanas con mucha sonoridad.

Si bien previamente ya se habían presentado denuncias aisladas como las vertidas por un grupo de actrices en el programa de Carmen Aristegui en CNN, esta vez el esfuerzo en conjunto ha puesto a temblar al mundo masculino en México.

La mecha prendió inicialmente en gremios creativos, primero con el hashtag #MeTooEscritoresMexicanos, al que le siguieron los de periodistas, académicos, cineastas, músicos y fotógrafos.

A la fecha se han creado cuentas para denunciar también a médicos, políticos, empresarios, entre otras profesiones. Y así podría continuar la invención de MeToos para el gremio que se desee porque el problema no es el oficio, sino la cultura machista presente en la gran mayoría de los mexicanos.

Esto es muy sencillo de comprobar con dos preguntas a primera vista inocentes: ¿cómo hablan de las mujeres los hombres cuando están entre ellos?, y ¿qué chat de WhatsApp de puros varones se libra de estar plagado de pornografía femenina? Lo segundo no requiere respuesta porque es bien sabido.

Contestando a la primera pregunta, en tribu los hombres son grandes seductores, independientemente de la panza cervecera, solteros o casados, jóvenes o viejos, cualquier mujer de buena apariencia es la posibilidad de un ligue, el cual siempre se ve amenazado por la engorrosa esposa o novia ("Ya va a llegar mi vieja, se acabó la fiesta") a quien prefieren evitar ("¿Para qué llevar torta al bufet?").

Evaluar a la mujer como un trofeo que está ahí para satisfacer las necesidades y el ego masculino está profundamente arraigado en la idiosincrasia del mexicano y no será nada fácil de erradicar. El hartazgo y desesperación de ser violentadas, ignoradas y no tener un sistema de justicia sólido donde encauzar sus denuncias llevó a las mexicanas a las redes sociales.

Desde ahí han desatado una inquisición cibernética que no ha estado ausente de polémica: son acusaciones anónimas que no se investigan, hay historias insignificantes que caen dentro de un coqueteo normal, no se puede comparar una violación con un beso a la fuerza, reclama un statu quo masculino temblando y temiendo por su carrera y reputación.

El punto álgido de esta crisis sucedió antier que el músico Armando Vega Gil, de Botellita de Jerez, se suicidó después de ser acusado en el MeToo de músicos mexicanos. En una carta que posteó en Twitter dice que su suicidio es una radical declaración de inocencia, aunque es difícil de creer que su muerte sólo se explica a partir de la denuncia en redes.

Armando arguye en su carta que era inútil defenderse porque nadie le iba a creer y lo que dijera sería usado en su contra. Éste es un beneficio que se han ganado las mujeres después de sufrir años de indiferencia: lo correcto es creerles y linchar al señalado con pruebas o sin ellas.

El papel de los hombres, en cambio, debe de ser el de aguantar la lapidación sin chistar, quietos en el banquillo de los acusados. Prohibido quejarse y quien se defienda o defienda a otro le irá mucho peor.

Los varones no deben opinar sobre estos temas, sólo escuchar arrepentidos. Algo similar a la ola de reclamos que recibieron los comentaristas, todos hombres, del programa televisivo La Hora de Opinar por discutir sobre el aborto.

¿Excluir a los hombres del debate es la mejor estrategia para cambiar las cosas? Puede ser una venganza placentera para las mujeres ser testigos del sufrimiento masculino sin posibilidad de réplica, pero quién sabe si a la larga sea la solución al trabuco de la cultura machista.

Los hombres no somos habitantes de otro planeta, somos los hijos, esposos, padres, amigos, novios y hermanos de quienes reclaman respeto. Debemos ser incorporados a la discusión.

En esta encrucijada y cambio de paradigma cultural vale la pena leer el último libro de Lydia Cacho #EllosHablan. En él la activista hace justo lo contrario a la tendencia de la mayoría feminista: escucha a los varones, sus historias y trata de explicar de dónde vienen las conductas misóginas. No para justificarlas, sino para demostrar que el machismo y el abuso hacia la mujer son problemas de profundas raíces.

En el fondo a hombres y mujeres nos conviene el cambio. Hay que hablar.