La escena es perfecta. David Chase, el creador de Los Sopranos, no pudo haberla escrito mejor. Al tiempo que el avión del traidor se desploma, el gángster se dirige a los suyos en un escenario operático para hablar de los valores comunes, del sacrificio que exige la causa y de la gloria esperada. Todos los comandantes se inclinan ante el poder incuestionable. Mientras el rumor de la muerte se propaga, el jerarca condecora a los leales. Pocos, en verdad, se sorprenden con el desenlace fatal. Todos sabían que temprano, el retador sería eliminado. No fue una reacción violenta e impulsiva desde la cúspide del poder, la que terminó con la vida del rebelde. Por el contrario, parece una acción calculada con frialdad mecánica. Al hombre que denunció con vehemencia el caos de la invasión en Ucrania, al hombre que ordenaba el avance de los rebeldes hacia Moscú, se le permitió un exilio dulce e, incluso, un encuentro con el hombre del gran poder que parecía una reconciliación. Pero el destino estaba trazado con ese acto de imperdonable rebeldía. Encerrado en una cápsula, el conspirador fue condenado a unos minutos de infierno antes de estrellarse con la muerte. El capo pronunciaría un elogio intimidante. Fue un empresario talentoso que cometió errores, dijo. El mensaje no necesita explicación. El error imperdonable es construir una base de poder independiente y creer que podría usarlo contra el emperador.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.