La crisis ha radicalizado o, más bien, desatado a la Presidencia. Si durante el primer año podían detectarse mecanismos de contención y puentes de diálogo, hoy no subsisten. No son visibles los cordones de prudencia que podían advertirse en un inicio. Los moderados que el candidato ofreció para formar un equipo ambicioso y, al mismo tiempo, comedido, se han ido o se han nulificado. Sabiéndose inútiles en el gobierno de un solo hombre, decidieron irse o borrarse. Quienes se fueron no ganaron el oído del Presidente como seguramente no lo tiene ninguno de los sobrevivientes. A diferencia de éstos, no estuvieron dispuestos a servir de adorno. El hecho, a mi juicio incontrovertible es que se rompieron, poco a poco, las cuerdas que ofrecían sensatez técnica a los afanes del Presidente. Se gastaron los hilos de la comunicación. Al empezar el segundo tercio de su gobierno, el Presidente carece, en su espacio inmediato, de consejo y de advertencia. El Presidente que no sabe mantenerse callado no tiene quién arrastre el lápiz. Por eso puede ser, al mismo tiempo, un gobernante popular y solitario. Un gobernante aislado de su propio equipo por efecto de su desinterés en la administración propiamente dicha. Un Presidente tan encerrado en los ritos de su ocurrencia cotidiana que no se da tiempo para el estudio, para la planeación o para el trato con los interlocutores indispensables.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.