OPINIÓN

Plaza de almas

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

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A veces me pregunto, Armando, si me recuerdan las mujeres a las que amé y que quizás alguna vez me amaron. En el caso de que me recuerden me gustaría saber cómo me recuerdan. Esto de la memoria es cosa extraña. La verdad es que, bien vistas las cosas, todas las cosas son extrañas. Incluso las de todos los días -la casa, la ciudad, la calle- guardan un misterio. Los hombres y las mujeres, cada mujer y cada hombre, guardan muchos. Y uno de los más misteriosos misterios es el de la memoria. Nos hace olvidar cosas que quisiéramos recordar, y nos recuerda cosas que olvidar quisiéramos. Yo intento que algunos días se me olviden, pero me vienen a la memoria algunas noches. Me atacan de repente, y de nada me sirven las murallas, el foso y el puente levadizo. Entonces tengo que rendir la fortaleza, por más que no tengo ninguna, y me veo forzado a entregar la plaza. Eso me sucedió anoche, sobrino. De pronto, entre la sombra, vi su rostro, aunque creí que lo había olvidado ya. Me habría gustado decir que me miraba con la tristeza con que -dicen- miran los aparecidos, pero en su mirada no había pena, ni amor u odio, ni rencor. No había nada, lo cual es peor que todo. Ni siquiera había el desdén que dicen las canciones de desamor. Era una mirada vacía, hueca, blanca, como la de los animales que cuelgan en los ganchos de las carnicerías. Una mirada que no miraba nada. Merezco que me mire así. Más bien, merezco que no me mire así. La encontré sin buscarla. Me cayó igual que una gota de lluvia o la hoja de un árbol. Y la tomé por no dejar, porque no tenía otra cosa que me apartara de mí mismo. Cuando le hacía el amor ella estaba ahí, pero yo no. Lo sintió, seguramente, o lo presintió quizá, porque una tarde me preguntó: "¿En qué piensas?". "En nada" -le respondí. Y no mentía. No estaba pensando en nada. En nadie. No estaba pensando, peor aún: no estaba viviendo. El que no ama no vive, sobrino, y yo no estaba amando. Estaba haciendo el amor sin amor, y ése es uno de los mayores delitos que puede cometer un hombre. O una mujer. No la amaba, es cierto, pero ni siquiera fingí que la amaba. A veces, ¿sabes?, fingir es un acto de caridad, y la mentira una preciosa dádiva. Tampoco eso le di. No le di nada. No me di nada. Entonces cuando la recordé me miró sin mirarme. Tú estás empezando a vivir. Estás tomando las primeras lecciones del vino, de la amistad, de la mujer. Apenas conoces las dos o tres primeras letras del abecedario de la vida. No sabes por lo tanto lo que yo ya olvidé. Conversemos entonces, sobrino, tú desde tu ignorancia, desde mi olvido yo. Un día me salí de su vida sin hacer ruido, ladrón que escapa de la casa a la que entró a robar. No volví a verla, y si la hubiera visto quizá no la habría reconocido. No recuerdo cómo era. En mi defensa te diré que tampoco recuerdo cómo era yo. Posiblemente no era nadie, y seguramente no era nada. Ahora siento tristeza, no por ella, sino por mí. Cuando se me aparezca otra vez en el recuerdo le pediré perdón, aunque no me esté mirando. Le diré que debí amarla, por lo menos en los momentos en que le hacía el amor. Eso me habría redimido, esa pequeña redención me habría salvado. Y otra cosa haré, Armando, si se me aparece: le preguntaré su nombre. No sé si nunca lo supe o si lo he olvidado. Soy culpable de una grave culpa, la de indiferencia, que en el fondo es soberbia, la mayor de las culpas. Perdona, Armando, estas disquisiciones. Son las de un prisionero del coronavirus. Cuando salga a la luz -a ésta o a otra- quizás olvidaré todos mis olvidos. Quizás entonces volveré a recordar todos mis recuerdos... FIN.