OPINIÓN

Plaza de almas

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

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Aprende, Armando: no hay mujer más santurrona que una pecadora arrepentida. Te lo digo para que el día de mañana no pases las fatigas que yo hube de pasar antes de adquirir tan útil y valioso aprendizaje. Cuando llegues a mi edad -si tienes buena suerte llegarás- no cometas el error que este tu tío Felipe cometió, uno de los muchos que dieron sazón a mi vida y alejaron de ella el tedio. Esa equivocación se me ha aparecido en estos días de forzado enclaustramiento. Seguramente recuerdas la bellísima serie de sonetos que escribió Manuel José Othón con el título de "Idilio Salvaje". Al respecto tengo una teoría. He pensado que bajo ese nombre el poeta ocultó una paradoja. La palabra "idilio", tan usada para aludir a una relación entre dos enamorados, la habría empleado Othón en su acepción, mucho menos conocida, de composición poética amorosa de carácter dulce y delicado. Entonces, al hablar de un "idilio salvaje", creó esa antítesis de mayor fuerza expresiva que la simple y rutinaria alusión al trato entre amantes, cosa que él juzgaría lugar común. Yo evoco al poeta potosino cada vez que voy a Monterrey y veo sus montañas. Las miró Othón desde la azotea de la casa de don Celedonio Junco de la Vega y las llamó "montañas épicas". Pero estoy divagando. En el encierro de estos días "han venido a agolparse al pensamiento rancios recuerdos de perdidas glorias". Cada mujer de las que pasaron por mi vida me dejó una marca. Con eso quiero decir que todas son memorables, o sea dignas de recordación. Quizás algunos de esos recuerdos son amargos, pero aun así guardan dulzor, pues la nostalgia tiene una gran fuerza edulcorante. Muchas veces el tiempo pinta de colores lo que en la realidad fue blanco y negro. Nunca, sobrino, nunca -fíjate bien lo que te digo- cometas la equivocación en que caí: tratar de revivir lo ya vivido, pretender repasar lo que pasó. En lo que atañe a amores o amoríos no son buenas las segundas ediciones. A cada romance pasajero hay que ponerle lo que los dramaturgos ponían al terminar el último acto de sus obras: telón final. A manera de ejemplo te contaré lo que me sucedió con una de las mujeres a las que amé y que quizá me amó. Poco antes de que se nos viniera encima la plaga que ahora nos tiene prisioneros me topé con esa hermosa dama en un centro comercial. A pesar de los muchos años transcurridos desde que nos dejamos la reconocí, y ella igualmente me reconoció. Al punto, te lo confieso a pesar mío, sentí el deseo de hacer una reimpresión de lo ya impreso. La invité a tomar una copa. Y ella: "Te acepto un café". En ese momento supe que lo de la reimpresión no se iba a hacer. Y no se hizo, claro. Me habló de su marido, de sus hijos y nietos, de los problemas con una de sus nueras, de la ingratitud de su mejor amiga, del pleito que tenía con la vecina por no tapar el bote de la basura. Ningún: "¿Te acuerdas?". Nada. Eso sí: me hizo una confidencia. Cuando su esposo falleciera -tenía una enfermedad terminal- se iría unas semanas a un convento a hacer penitencia por sus pecados. Recordé la inmortal frase de Arturo de Córdova: "En la vida de cada mujer hay un pecado. Tu pecado soy yo". No habló de eso, sin embargo. Aquí no ha pasado nada. Le pregunté si podría verla alguna vez. Me dijo: "Yo te llamo". Y ni siquiera me preguntó el número de mi teléfono. "Me voy -dijo de pronto-. Debo comprar un regalo para uno de mis nietos, que cumple años". No hubo beso en la mejilla. Se despidió de mano y ahí terminó todo. Ya hacía mucho había terminado. Entonces, Armando, yo me invité a mí mismo una copa. Y dos y tres... FIN.