OPINIÓN

Plaza de almas

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes
Personas hay muchas en el mundo, Armando. Personalidades, bastantes. Pero personajes hay muy pocos. Las personas formamos la masa de la gente. Las personalidades son quienes sobresalen de esa masa por su talento, su dinero o su poder. Personas somos tú y yo. Personalidades son el presidente de la República, el hombre más rico del país, el ganador del Premio Nobel de Literatura. Pero los que ponen color en nuestra vida, los que hacen que sea en glorioso Technicolor y no en aburrido blanco y negro, son los personajes. Preguntarás: ¿quiénes son los personajes? Son los hombres y mujeres, un poco locos todos ellos, que se apartaron por esto o por aquello del común de los mortales y que por eso se ganaron la inmortalidad que da el ser recordado, la eternidad que confiere el hecho de quedar en la memoria de una comunidad. Mi vida, sobrino, se adornó con una pintoresca pléyade de personajes. Pimo -así llamábamos a aquel manso loquito que por decirnos "primo" nos decía "pimo"- iba de un lado a otro empujando una carretilla en la que nunca llevaba nada. "¿Para qué es la carretilla, Pimo?", le preguntábamos con intención. Nos respondía siempre: "Pa' no andar a pata". Mariquita, devotísima del Santo Cristo, que se ganaba unos cuantos centavos cada día leyéndoles por la mañana la nota policiaca del periódico a las prostitutas de la zona roja, analfabetas todas. ("A la hora que yo voy ellas no están haciendo nada malo"). En la capilla le pedía en voz alta a Dios que ya se la llevara de este mundo, pues estaba cansada de vivir. Un travieso monaguillo se escondió tras el altar, y cuando la vejuca renovó su ruego le dijo con cavernosa voz: "Mariquita: soy tu ángel de la guarda. El Señor oyó tus oraciones y me envió para que te lleve con él". "¡Ay, angelito de mi alma! -se asustó Mariquita-. ¡Por vidita tuya, dile que no me jallates!". Don Cástulo, dueño del portentoso don de peerse a voluntad. Pasaba junto a un grupo de mujeres y soltaba un sonoroso cuesco. "Digan 'salud', señoras -las amonestaba-, que no se peyó un perro, se peyó un cristiano". Esos personajes de mi niñez, Armando, ponían colorido en la monótona vida cotidiana y hacían que en sus conversaciones la gente riera y hablara de algo más que del clima y de lo caro que estaba todo en el mercado. Recuerdo especialmente a doña Veva -Genoveva era su nombre-, a quien todos llamaban la Meadora. Una vez le pregunté a mi madre por qué le decían así. Me respondió: "Porque en vida de su marido decía de él: 'Me adora'". Piadosa la explicación, y aun plausible, pero falsa. La razón del apodo era muy otra. Doña Veva estuvo convencida siempre de que su esposo era un modelo de hombre. No tenía casa chica, como muchos; no se emborrachaba; jamás salía por las noches. Cuando el señor murió ella lo lloró con lágrimas del alma, según dijo. Cada mes, cosa que a todos conmovía, iba en el aniversario de la muerte del amado a llevarle flores al panteón. Pero vino a suceder que un día halló una llave que probó en el cajón cerrado del escritorio de su esposo. Ahí encontró un paquete de cartas por las cuales se enteró sin lugar a dudas de que el muertito había sostenido una relación adulterina de años con Pola, amiga de doña Veva, divorciada. "El cabrón me salió diurno", comentaba con acritud. Siguió yendo cada mes al panteón, como hacía siempre, pero en vez de poner flores en la tumba se meaba sobre ella. Y lo hacía profusamente, pues ahorraba para la ocasión. "No haga eso, mamá -la reprendían sus hijas-. Entienda usted: papá era hombre". "Y yo soy mujer", respondía ella. Doña Veva, la Meadora... FIN.