OPINIÓN

Plaza de almas

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

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Me pregunto, Armando, si vale la pena que el hombre se haga preguntas sobre el hombre. Entiendo que en eso consiste la filosofía: en inquirir acerca de lo humano. Pero ¿qué caso tiene preguntar si el que responde es el mismo que pregunta? Sócrates interroga y Sócrates contesta. Lo verdaderamente interesante sería preguntarle al perro qué piensa de los hombres. O, mejor aún, al búho, que tiene fama de sapiente y cuya opinión sería más imparcial, ya que el perro todo le perdona a su amo. La imparcialidad es muy difícil: mientras la Cenicienta sea la que cuenta el cuento sus hermanastras serán malas. Si lo contaran ellas quién sabe qué nos dirían de la Cenicienta. Pensarás, sobrino, que estoy divagando. Y tendrás razón: toda la vida de tu tío Felipe ha sido una divagación. Las únicas que me han puesto en la realidad son las mujeres, pues ellas son la realidad. Por eso siempre he querido estar atado a una mujer, como el globo que se le ata al niño en la muñeca para que no se le vaya. Claro que siempre me he desatado de la mujer, pero sólo para atarme a otra. De no ser por las mujeres ahora andaría yo por el aire, igual que uno de esos globos que se escapan y el viento juega con él como otro niño. ¿Conociste a Helena? Escribía su nombre así, con hache. "Como la de Troya", decía. Desde luego no era tan bella -ninguna mujer es tan bella como las de la literatura-, pero tenía un encanto especial que la hacía merecer la hache de su nombre. La amé por varios meses y ella posiblemente me amó por varios días. Se casó con otro. Todas las mujeres que amamos en la juventud se casan con otro. El otro era un sujeto necio y malo. Su padre, uno de los ricachos de la ciudad, le daba todo lo que le pedía, pues era hijo único. E hijo de la chingada era también, si me permites el súbito exabrupto. Al poco tiempo de la boda se supo que el imbécil maltrataba a su mujer. Sentía que le había hecho un gran favor al casarse con ella; la consideraba su sirvienta. Se divertía humillándola en presencia de la gente. Fingiendo cariño le decía "mi gatita", pero al decírselo volvía la mirada a los presentes como preguntándoles: "¿Me entienden?". Y es que en aquellos años las que hoy se nombran "trabajadoras domésticas" eran llamadas "gatas". Le ponía la mano encima. En el rostro se le veían a Helena las huellas de los golpes, pues ni siquiera se atrevía a decirle lo que las putas a sus padrotes cuando las golpeaban: "¡En la cara no! ¡En la cara no!". Ella explicaba: "Me pegué en la puerta", "Me caí por la escalera", pero todos sabíamos lo que estaba sucediendo. Su papá quiso recogerla, o sea quitársela al marido; llevarla de regreso a casa y divorciarla. Pero su madre se opuso: había hablado con un cura y éste le dijo que lo que Dios había atado en el Cielo no lo podía desatar el hombre en la Tierra. Helena debía cargar su cruz. La cargó por dos años. Y no más. Un día, temprano en la mañana, llegó a la casa de sus padres. Iba llena de sangre desde el rostro hasta los pies. "¡Dios santo! -se angustió la mamá-. ¿Qué te hizo ahora?". Y ella, tranquila: "Pregúntame qué le hice yo". Contó lo sucedido. Su esposo había llegado en horas de la madrugada bien borracho. Pese a su resistencia la sodomizó doblándola sobre la mesa de la cocina. Luego empezó a golpearla con más saña de lo acostumbrado. Le estrellaba la cabeza contra la pared. La infeliz pensó que la iba a matar. Como pudo tomó un cuchillo y con él le rajó el cuello. El hombre, entre el asombro y el espanto, cayó sobre una silla y ahí se desangró hasta morir. En aquel tiempo, Armando, no se hablaba aún de la liberación femenina. Helena, sin palabras, habló de ella... FIN.