OPINIÓN

Plaza de almas

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

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Cuando poseí a aquella mujer lo hice con el fervor de quien comulga. Tú me conoces bien, Armando, y sabes que tu tío Felipe, o sea yo, no es dado a extremos de romanticismo. Le doy su lugar al corazón, es cierto, pero recelo de él por su sensiblería. La otra tarde lo sorprendí conmoviéndose al escuchar una canción que le traía recuerdos. Confío más en el cerebro, que nunca me ha fallado como el corazón en cosas que son del corazón. Choquemos nuestras copas otra vez, sobrino. Así gozaremos también con el oído este divino vino que tanto se disfruta con los demás sentidos: la vista, el olfato, el tacto y -desde luego- el gusto. Inspirado por él voy a decirte cómo poseí a aquella mujer. O, más bien, cómo me poseyó ella a mí. La conocí al final de una de mis peroraciones. Se me acercó, gentil y amable. No te diré que al punto me enamoré de ella, pero sí que me sedujeron la hondura de sus ojos y la armonía de su voz. Con esa música y esa profundidad el corazón puso al cerebro en fuga, y el pobrecillo no volvió a hacer acto de presencia en todo el tiempo que traté a esa hermosísima mujer. En aquel momento que te digo nos hallábamos rodeados de personas, pero todas desaparecieron; todo desapareció. Fue como si ella y yo estuviéramos solos en el mundo. Le pedí su teléfono. Sonriendo me alargó un papel: ya lo traía apuntado para mí. La llamé esa misma tarde, y esa misma noche nos encontramos por primera vez, y por primera vez nos encontramos. No pareció ser la primera. Todo sucedió como si siempre hubiéramos estado ahí, cuerpo con cuerpo, alma con alma. Cuando quedó desnuda antes mis ojos me cegó casi la albura de su piel. Era una rosa blanca. Acaricié con lentitud sus pétalos y luego, cuando la sentí temblar, fui a su cáliz con la unción con que el creyente va a la eucaristía. Le di todo de mí y ella se me entregó completa. En los días -las noches- que siguieron nos fuimos conociendo lentamente. Sin palabras nos lo decíamos todo. No hubo rincón alguno que nos fuera ajeno, ni de nuestros cuerpos ni de nuestras almas. Nos confundíamos en el abrazo de la carne y del espíritu: ella era yo y yo era ella. Eso va más allá de ser "nosotros". Dirás, Armando, que estoy hablando de erotismo, de pasión lujuriosa. Quizá tengas razón, pero en el fondo estoy hablando de amor. Yo la amé, y sé que ella también me amó. Nos amamos lo mismo con la razón del cuerpo que con la sinrazón del alma. Un día -una noche- acabó todo. Ella no acudió a la cita. La habitación, que antes se llenaba con sólo el rumor de sus pasos, se me volvió una inmensidad vacía, ocupada sólo por la soledad. La llamé, y en el teléfono su voz ya no sonó a música, sino a piedra. Me dijo: "Adiós, Felipe", y ese adiós fue como un hacha. No volví a llamarla: tenía miedo del hacha y de la piedra. ¡Ella, que había sido la música y el pétalo! Te cuento esto, sobrino, para que sepas que el amor unas veces acaricia, otras golpea. Yo he recibido más caricias que golpes. Si hubiera recibido más golpes que caricias habría sido poeta o autor de boleros. Ni una ni la otra cosa soy, no sé si para mi desgracia o para mi fortuna. Soy solamente un hombre que conoció a una sola mujer en todas las mujeres, y a todas las mujeres en una sola mujer. Ahora no entiendes eso, Armando, no porque hayas bebido un par de copas y traigas el cacumen anublado, sino porque no estás en edad de entenderlo. Y te diré: a mis años yo tampoco lo entiendo. Ese lugar común consistente en decir que nadie entiende a las mujeres no es cosa de chiste: es cosa de vida. Y la vida, igual que el amor, a veces nos acaricia y otras veces nos golpea. Un lugar común más: así es la vida... FIN.