Hacer política regulatoria es un quehacer fundamental de los Estados modernos. Los mercados a menudo fallan y son incapaces de operar en el vacío; hay que poner todas las condiciones institucionales para que funcionen de la mejor manera posible en beneficio de las sociedades. Además, existen múltiples objetivos que deben tutelarse desde la esfera pública: seguridad, medioambiente, salud, protección del consumidor, equidad, inclusión, entre muchos otros. ¿Quién lo haría si no son los gobiernos? Pero esta tarea es todo un arte. No basta escudarse en un objetivo legítimo, sino que es necesario elegir -dentro de las alternativas disponibles- la mejor opción, ponderar costos frente a beneficios, revisar las mejores prácticas y considerar efectos secundarios previsibles. Los derechos y libertades tampoco pueden ser afectados de manera desproporcionada; las restricciones y prohibiciones, en su caso, tienen que encontrar justificación y ser precisas en su alcance.