OPINIÓN

"No me hagáis sufrir".

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN REFORMA

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Son las 4 de la tarde del 11 de noviembre de 1817, y don Francisco Javier Mina va a morir. 

Después de caer en manos de sus enemigos Mina había sido llevado a Silao por su captor, Orrantia. Malvado hombre era ése. Tenía la crueldad de los infames. Ya sabemos que con el plano de su sable golpeó dos veces en el rostro a Mina cuando éste ya no se podía defender. Luego, soberbio, hizo su entrada a Silao conduciendo a Mina atado por una cuerda cuyo extremo él mismo sostenía con una mano, mientras en la otra llevaba una pica en la que iba clavado un macabro despojo: la cabeza de don Pedro Moreno.  

En Silao sometió Orrantia a su prisionero Mina a una nueva humillación: le hizo poner grillos en los pies, providencia que se tomaba sólo contra los criminales de peor laya. Mucho sufrió por esa nueva infamia don Francisco Javier.

-¡Bárbara costumbre española! -comentó con amargura al tiempo que el herrero le echaba las cadenas-. Ninguna otra nación usa ya este género de prisiones. ¡Más horror da verlas que cargarlas!

Así, aherrojado como un vil asesino, Mina fue llevado a la presencia de Liñán. Hay indicios que permiten suponer que el militar español sintió piedad, y aun simpatía, por su paisano en desgracia. Como primera providencia ordenó que se le quitaran los grillos para que su prisión fuera menos rigurosa. Esas atenciones fueron quizá la causa de un acto de debilidad de Mina. La historiografía oficial oculta el hecho, y lo niegan los exégetas de ese heroísmo acartonado que no sabe que lo humano está hecho de miseria y grandezas. Francisco Javier Mina se conturbó ante la inminencia de su muerte y flaqueó. Escribió una carta a Liñán que los historiadores gobiernistas han tachado de apócrifa, pero cuya autenticidad es indiscutible y no se puede ya negar. He aquí el texto de esa carta que Mina, condenado a muerte, le escribió a don Pascual Liñán:

"Señor general: Quiero tener la satisfacción de manifestar a Vuestra Señoría que voy a morir con la conciencia tranquila, y que si alguna vez dejé de ser buen español, fue por error. Deseo que V.S. tenga mejor suerte que yo, y sin ser traidor al partido que abracé y ha hecho mi desgracia, deseo que V.S. salga con felicidad en todas sus empresas. Mi sinceridad no me permitiría decir eso a V.S. si no estuviese convencido (de) que jamás podrá adelantar nada el partido republicano, y que la prolongación de su existencia es la ruina del país que V.S. ha venido a mandar. Si todavía me restan algunos días de vida, desearía decir verbalmente a V.S. todo cuanto juzgo conveniente para la pronta pacificación de estas provincias, y después que el público esté informado del estado y naturaleza de esta revolución, no temo su juicio sobre la oferta que hago a V.S. Permítame V.S. que tenga la satisfacción de decirme su afecto paisano que su mano besa: Javier Mina".

De nada sirvió ese rendido ofrecimiento. Liñán envió la carta a Apodaca pidiéndole instrucciones al respecto, y el virrey le respondió con una velada reprensión por estar demorando el fusilamiento de su prisionero. Así, Liñán hubo de proceder a la ejecución.

El día fijado fue conducido Mina a los crestones del cerro llamado "El Bellaco", a la vista del fuerte de El Sombrero. Acompañaba al condenado un sacerdote, el padre Lucas Sáinz, a quien Mina había expuesto su deseo de morir en la fe de sus padres y dentro del seno de la Iglesia católica. Ahí el padre Sáinz confesó al guerrillero y le administró los últimos ritos de la religión. Un pavoroso silencio se había hecho en el campo. Conmovidos, los oficiales españoles veían los preparativos que se hacían para la muerte de su paisano, y desde lejos los escasos insurgentes que había en el cerro contemplaban sobrecogidos la ejecución. Luego de que recibió la última bendición del padre Sáinz se dirigió Mina al sitio de su fusilamiento y con serenidad dijo a los soldados:

-No me hagáis sufrir.