La voz de Ignacio Marván era inconfundible. Y no hablo exclusivamente del tono grave y pedregoso de su voz, sino de su expresión, a un tiempo apasionada y reflexiva; vehemente y dialogante. Un polemista aguerrido que era capaz de escuchar, con sincero interés, la opinión contraria. En el sobrepoblado mundo del opinionismo, Nacho Marván era un personaje único. No se acercaba a la política del día como quien aplica las fórmulas aprendidas en los libros. Tampoco pensaba los asuntos urgentes con el desprendimiento del pragmático que desprecia la teoría. Vivió la política y la estudió. Podía entender las energías que se desataban al interior de una asamblea sindical y, al mismo tiempo, reconstruir con erudición la historia del movimiento obrero. Por eso se mantuvo lejos de las tribus intelectuales tan propensas al dogmatismo y a la fuga. Por eso conservó lucidez e independencia, mientras tantos compañeros de viaje se entregaron al sectarismo y a la ceguera voluntaria.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.