Mestizaje fecundo
DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA
Don Luterito, labriego que al don unía el din, pues era de posibles, vino del rancho a la ciudad a surtir el mandado. Empezaba diciembre, temporada en la cual los establecimientos comerciales acostumbraban regalar a sus clientes los calendarios para el siguiente año. Fue a la tienda de abarrotes llamada "El gato negro" y ahí compró el piloncillo y el Café del Oso. Le dieron su almanaque. Fue a la botica de Toñita Lomelí -"farmacia", se dice hoy- y pidió las medicinas que le había encargado su mujer. Toñita misma le entregó los medicamentos, y con ellos el correspondiente calendario. En la Casa Sánchez adquirió la semilla mejorada de frijol, y también recibió ahí el almanaque. En la cantina "Lontananza" se tomó -era ya mediodía- una copita (¿o fueron dos o tres?) de San Martín, mezcal. Igualmente le dieron su calendario. Luego comió y durmió la siesta en el Hotel Jardín -el dueño le había dado su almanaque al registrarlo- y por la tarde fue a saludar al Santo Cristo en su capilla. Disfrutó un rato de palique con los rancheros que acudían a la Plaza Acuña, y caída ya la noche abordó un cochecito de caballos que lo llevó al 900, casa de lenocinio cuyo nombre correspondía al número del local que ocupaba en la calle del Ferrocarril. Ahí contrató los servicios de una señora dueña de habilidades que en los ámbitos domésticos no se conocían. Cumplido el trato don Luterito le pagó a la mujer la buena obra que había hecho, y en seguida se le quedó mirando. "¿Te falta algo?" -le preguntó la daifa. Preguntó a su vez don Luterito: "¿Usted no me va a dar almanaque?"... Con toda probabilidad los calendarios que don Luterito había recibido y que ahí no recibió contenían la reproducción de una pintura de Jesús Helguera. Pocos pintores han alcanzado en México la popularidad que tuvo -y sigue teniendo- ese gran artista chihuahuense. A mediados del pasado siglo eran muy pocos los hogares mexicanos en que no había una reproducción de sus pinturas, ya en la forma de un almanaque como el que don Luterito pidió a la sexoservidora, ya como un cromo que después de haber servido de calendario se recortaba para conservarse clavado a la pared o enmarcado con vidrio para adorno de la sala. Todavía hoy es posible encontrar esas reproducciones de cuadros de Helguera -los de volcanes, los de toreros, los costumbristas- en puestos ambulantes de la Ciudad de México, junto al Palacio de Minería o cerca de la Catedral. Esa consagración de pueblo es igual de valiosa, o quizá más, que la de los museos. En su tiempo los eruditos desdeñaron el arte de Jesús Helguera, igual que en Estados Unidos fue menospreciada la pintura de Norman Rockwell, pero la gente común entendía su obra, la admiraba y la sentía por encima de toda intelectualidad. Mientras escribo estos renglones tengo a la vista un antiguo almanaque de Jesús Helguera. En él aparecen las tres carabelas de Colón en el momento de llegar al nuevo continente. Sobre la nave capitana hay un revuelo de gaviotas, lo cual indica la cercanía de la tierra. Al fondo las nubes configuran vagamente la silueta del mundo antiguo que ha quedado atrás: Europa, Asia, África. Y sobre los tres barcos brilla una radiante cruz. Este día el cursi y chabacano indigenismo de unos cuantos volverá a deturpar al navegante igual que hace con Hernán Cortés y con todos aquellos que trajeron la cultura de Occidente. Tan absurdo es ese reconcomio que llega a ser risible. El fecundo mestizaje que en México se dio, los abundantes frutos de dos culturas que en una sola se fundieron deberían bastar para superar esos anacrónicos resabios. Y ya no digo más. Voy a seguir mirando la bella estampa de Jesús Helguera... FIN.
Armando Fuentes Aguirre, "Catón". Nació y vive en Saltillo, Coahuila. Licenciado en Derecho; licenciado en Letras Españolas. Maestro universitario; humorista y humanista. Sus artículos periodísticos se leen en más de un centenar de publicaciones en el País y en el extranjero. Dicta conferencias sobre temas de política, historia y filosofía. Desde 1978 es cronista de la Ciudad de Saltillo. Su mayor orgullo es ser padre de cuatro hijos y abuelo de 13 nietos.
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