OPINIÓN

Maldiciento

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

3 MIN 30 SEG

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Érase que se era un sacristán. Todos los días llegaba a barrer el pequeño templo del pueblo y a encender las luces, y todos los días miraba a un pobre hombre que postrado de hinojos ante el gran crucifijo del altar gemía y lloraba como en la Salve. "¡Señor! -clamaba el infeliz dirigiéndose al doliente Cristo-. ¡Quiero confesarme! ¡Pero no ha de ser con un hombre, mortal y pecador como soy yo! ¡Únicamente tú puedes oír mi confesión! ¡La culpa que llevo sobre mí es tan grande que sólo tu infinita misericordia puede perdonarla!". El sacristán se emocionaba al escuchar la súplica del lacerado. Cotidianamente se repetía la escena. Llegaba el rapavelas al templo y ahí estaba ya aquel desventurado, de hinojos ante el crucifijo, elevando al cielo su gemebunda súplica: "¡Señor! ¿Por qué guardas silencio? ¿No llegan mis súplicas a ti? ¡Escúchame, Señor! ¡Quiero confesarme contigo para que de mis labios oigas mi pecado y lo perdones con la infinitud de tu piedad!". Y sollozaba el hombre de tal modo que al sacristán se le conmovían las fibras últimas del alma. Decía para sí: "Muy grave debe ser la falta de este infeliz, si piensa que sólo Dios mismo la puede perdonar". Un día ya no se pudo contener y habló con el párroco y su vicario. "Reverendos padres -les dijo-. Todos los días llega al templo un desdichado que de rodillas ante el crucifijo le pide a Nuestro Señor que lo oiga en confesión. Si su plegaria no es oída pienso que va a perder la fe, y quizá morirá desesperado y se condenará. Se me ha ocurrido un medio para salvarlo. Me pondré yo en la cruz en lugar del Cristo, escucharé la confesión de ese pobre hombre y fingiré darle la absolución. Sólo de esa manera encontrará la paz. Sé que lo que propongo es gran irreverencia, pero los designios del Señor son inescrutables y quizá fue él mismo quien me inspiró la idea". Los sacerdotes se resistían a considerar el deseo del sacristán, pero tan vivas fueron sus instancias que accedieron por fin a ponerlo en el sitio del Crucificado para que recogiera la confesión del hombre y le diera el perdón que con tanta aflicción solicitaba. Así, la mañana siguiente el párroco y su asistente quitaron de la cruz al Cristo, tomaron unas cuerdas y ataron en ella al compasivo sacristán. A poco llegó el pecador. "¡Señor! -empezó a deprecar otra vez-. ¡Escúchame en confesión, te lo suplico!". "Habla, hijo mío -pronunció con grave y solemne voz el sacristán-. He oído tus ruegos y te confesaré. Dime tu culpa". El hombre, maravillado, abrió los brazos. "¡Gracias, Señor! -prorrumpió lleno de gozo-. ¡Mis oraciones han sido escuchadas! ¡Por fin voy a poder confesarte mi gran falta y recibir de Ti la absolución!". Replicó el sacristán con el mismo tono mayestático: "Por grande que haya sido tu culpa mayores son mi clemencia y mi bondad. Dime tu pecado, y te lo perdonaré". Entonces el pecador bajó la frente y declaró lleno de compunción y de vergüenza: "Acúsome, Padre, de que me estoy tirando a la mujer del sacristán". Ante el espanto del penitente rugió el falso Cristo desde lo alto de la cruz: "¡Aaaahhh, cabrón desgraciado hijo de las mil putas! ¡Desamárrenme! ¡Voy a partirle toda su madre a este hijo de la rechingada!". Al oír aquellos tremendos dicterios el asustado pecador se puso en pie y huyó del templo a todo correr al tiempo que decía, consternado. "¡Madre Santísima de Guadalupe! ¡No sabía yo que Nuestro Señor fuera tan maldiciento!"... Perdón les pido a mis cuatro lectores por las palabras que aparecen al final del cuento. No son mías, sino de quien me relató este caso. Como me lo contaron lo he contado... FIN.