En su escrito de renuncia al gabinete de Juan Álvarez, Melchor Ocampo confesaba una sola ambición: ser útil. Habrá quien quiera ser sabio, quien quiera dinero, poder, habilidades o valentía. Yo quería contribuir al destino del país, escribe. Quise influir "directamente en la política interior, y no reducirme a ser un duplicado del ministerio de hacienda (pero sin tesoro)". Reconociendo su inutilidad, anunciaba su salida de la Secretaría de Relaciones Exteriores. "Mis quince días de ministro", la despedida pública de Ocampo firmada el 18 de noviembre de 1855 es, seguramente la renuncia más célebre de nuestra historia. El documento parte de una convicción: quienes ejercen responsabilidades públicas deben exponer los motivos de su actuar. Si esa práctica se generalizara, la opinión pública extraviaría menos su juicio sobre los hombres y las cosas. Ocampo renunciaba por discrepar de un gobierno que, a su juicio, tomaba el camino de las transacciones. El gobierno que había brotado de un proyecto radical encallaba en el "simulacro" de la moderación. Lo que se promovía como equilibrio de tendencias era, para el puro, una condena de inmovilidad. Así, apenas a un par de semanas de asumir la cartera, tenía ya claro que en el gabinete coexistían métodos irreconciliables. En la administración, abundaba, "los medios son el todo, una vez que se ha conocido y fijado el fin".
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.