OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN REFORMA

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Un héroe envilecido.


    Don Miguel Hidalgo pareció turbarse a la vista de aquel cadáver de cráneo destrozado por una bala que entrándole en un ojo le había abierto la tapa de los sesos. Largamente lo contempló y luego, con voz que apenas pudo oírse, mandó que se recogieran las pertenencias del muerto y que acompañándolas con una barra de plata se enviasen a la viuda del hombre cuya violenta muerte parecía dolerle tanto. Y le dolía, en efecto, hasta el fondo de su corazón. Porque aquél cuyo cadáver yacía a sus pies grotescamente descompuesto, aquél que sería sepultado envuelto en una mortaja que ni siquiera alcanzaría a cubrirlo del todo, había sido uno de los mejores hombres que jamás pisara tierras de la Nueva España. 

    Fueron los emisarios a la casa donde la mujer lloraba ya la muerte de su esposo. Ella los recibió con serena dignidad, pese a que estaba enferma y a que al mismo tiempo había recibido dos noticias que le agostaban su vida de mujer: la que la enteró de su viudez y la que le informó que su hijo, herido gravemente, estaba en agonía. Tomó las cosas de su marido y en silencio las estrechó contra su pecho. Rechazó indignada la barra de plata que los enviados le ofrecían en nombre del señor Hidalgo, y no respondió a las seguridades que le daban de que nadie se atrevería a perturbar su casa y su aflicción. Aquella señora era doña Victoria Saint Maxent, esposa que fuera de don Juan Antonio de Riaño, intendente de Guanajuato. 

    Cuando escuchamos el nombre del intendente Riaño pensamos en un realista vil, odioso peninsular enemigo de la libertad de México. Así nos lo pintaron en la escuela; así lo describen los textos de la Historia oficial en su simplón paisaje blanco y negro de héroes y villanos. No era un villano odioso, no era un vil don Juan Antonio Riaño. No era tampoco enemigo de la libertad de México: es muy probable que fuera partidario de dar la independencia a Nueva España, porque era liberal y estaba nutrido -igual que Hidalgo- en las ideas de la Revolución Francesa y de los enciclopedistas. Las circunstancias lo pusieron en trance de resistir al cura de Dolores, con quien antes había tenido cordial trato. Y ese deber de hidalgo español, de militar y de hombre digno, lo cumplió hasta el final con heroísmo. 

    Riaño, nacido en Santander en 1757, fue nombrado intendente de Guanajuato en 1798. Gobernó excelentemente. Bajo su intendencia la región alcanzó prosperidad. Patrocinó al celayense Francisco Eduardo Tresguerras, cuyo talento arquitectónico se plasmó en obras magníficas, como el bello templo del Carmen, en Celaya, y el puente sobre el río de Las Lajas, de airosa y grácil estructura. De talento al mismo tiempo versátil y profundo -sabía de matemáticas y astronomía, de literatura y bellas artes, de arquitectura y administración, y hablaba con galanura varias lenguas- Riaño se ocupó de la enseñanza del buen castellano en su intendencia, y cuidaba de que los jóvenes criollos pronunciaran correctamente las voces de la lengua materna. Fundó un teatro en el que hacía representar frecuentemente las piezas de los clásicos. Propició nuevos cultivos -el olivo y la vid- y trajo técnicas modernas para el laboreo de las minas, riqueza principal de Guanajuato.

    Su obra mayor, empero, fue la Alhóndiga de Granaditas, hecha para proteger de las hambrunas al pueblo y para regular el precio de los cereales y el maíz. Siendo las alhóndigas simples almacenes de granos, Riaño construyó en Guanajuato un "palacio para el maíz", según la feliz expresión de Pablo Herrera, imponente y al mismo tiempo bella construcción ornada con un precioso pórtico, sus bóvedas sostenidas por columnas toscanas y dóricas, su patio, sus escaleras, sus vastos corredores, todo de justas proporciones. El orgullo mayor del intendente fue esa alhóndiga, y el destino se la dio por tumba. 

    Fue un gran hombre don Juan Antonio Riaño, digno de una mejor recordación. A su muerte, don Carlos María de Bustamante lo enalteció con expresivos conceptos: "... Llore pues la América sobre la desgracia de un hombre tal, y sienta mucho que el pedestal augusto de sus triunfos esté zanjado sobre los restos y cenizas de un varón tan respetable".