OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN REFORMA

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes

La matanza.

    A la una de la tarde del 28 de septiembre de 1810 las fuerzas de Hidalgo comenzaron a entrar a Guanajuato. Millares de indios, casi todos barreteros de las minas, habían dejado sus trabajos y estaban sentados en las alturas de los cerros o en las calles, con la gente del pueblo, silenciosos todos, esperando, como los buitres de las estampas africanas que inmóviles en el ramaje de los árboles esperan el resultado de la lucha entre dos fieras.

    Por las calles empinadas de la ciudad bajó la turbamulta. Cuando el intendente Riaño miró aquel río violento que llegaba con lanzas, machetes, palos, piedras, musitó estas palabras:

    -¡Pobres hijos míos! ¡Pobres hijitos míos de Guanajuato!

    Los indios honderos empezaron el ataque haciendo caer sobre la alhóndiga una lluvia de piedras incesante. Mientras ellos tiraban, otros partían piedras en el lecho de los arroyos y otros más llevaban los proyectiles a los de las hondas. Tan letal fue la pedriza que una fuerza de caballería colocada en las calles del frente de la alhóndiga hubo de replegarse, y los jinetes refugiarse en su interior.

    Al ver que con los primeros disparos de fusil había caído el centinela de la puerta, salió de la alhóndiga el intendente Riaño. Dio protección con su pistola a los soldados que buscaban el amparo del edificio. Al ir a entrar él, apenas había subido un peldaño de la pequeña escalinata que lleva a la puerta principal, una bala le penetró en un ojo y lo mató. Sus hombres lo tomaron en brazos y lo metieron a la alhóndiga, y ahí lo depositaron, en el cuarto 2. Acudió su hijo Gilberto, que se abrazó al cadáver de su padre. El dolor de verlo muerto fue tal que con su pistola pretendió suicidarse. Le arrebataron el arma los oficiales presentes, y lo convencieron de no atentar contra su vida sólo diciéndole que lo pondrían en el sitio más recio del combate.

    Se defendían realistas y españoles con la desesperación que da la certidumbre de la muerte. Usaron frascos de metal en los que se guardaba azogue para improvisar bombas que hacían caer sobre los atacantes, destrozando a muchos. Algunos entre los defensores, sin embargo, se percataron pronto de que no podrían resistir por mucho tiempo a número tan enorme de atacantes -se ha hablado de 100 mil; de 20 mil hablan los que citan la cifra menor- y propusieron rendirse, fiándose a la clemencia de los jefes insurgentes. Don Diego Berzábal, mayor de las fuerzas realistas, que a la muerte de Riaño había asumido el mando, aquél que días antes había escrito una carta de despedida a su esposa y sus hijos, respondió que nada podía esperarse de la piedad de aquella turba, y ordenó que se redoblara la defensa. A un soldado que pretendía arrojar las armas lo llamó cobarde, y le dijo que lo mataría en el momento mismo en que lo viera dejar de combatir. 

    Siguió pues la defensa, más empecinada. Hidalgo supo que sólo entrando a la alhóndiga podría acabar la resistencia. Ordenó que se hiciesen estallar barrenos en el sitio donde estaba el caño principal, para buscar entrar por él. Las bombas y los disparos de fusil impidieron que se cumpliera aquel propósito. En ese momento, sin que se supiera quién la había izado, apareció en lo alto de la alhóndiga una bandera blanca. Creyendo que los realistas se rendían, la multitud estalló en un clamor de fiero júbilo y se acercó al edificio. Pero como siguieron cayendo bombas y disparos, los atacantes se sintieron traicionados, clamaron que a nadie de los que estaba adentro dejarían vivo y con mayor furia redoblaron sus embates. Hidalgo pidió voluntarios para incendiar la puerta. Surge aquí a la leyenda el personaje que se conoce como "El Pípila", cuya gigantesca estatua preside ahora la vida de Guanajuato. No faltan historiógrafos conservadores que dicen que "El Pípila" no existió, y que tachan de mítica su hazaña basándose en el dato de que las crónicas de los contemporáneos en unos casos no lo citan,  y en otros mencionan sólo a un barretero así apodado, que con otros arrimó ocotes a la puerta hasta que ardió. Otros historiadores, en cambio, dan por cierta la existencia de "El Pípila", muestran sus actas de nacimiento, matrimonio y defunción, y presentan testimonios de su proeza.

    Historia o leyenda "El Pípila", quién sabe. El caso es que con Pípila o sin Pípila la puerta de la alhóndiga cedió a las llamas. Los españoles se supieron perdidos. Hubo entonces escenas de pánico terribles. Unos se abrazaban a las rodillas de los sacerdotes, pidiéndoles la absolución, y que los protegieran. Otros se despojaban a toda prisa de sus uniformes y buscaban cualquier trapo para ponerse encima y confundirse entre los que iba  a entrar. Maridos y esposas se daban el último adiós, y llorando estrechaban a sus pequeños hijos. Otros, de rodillas, rezaban. Cayó la enorme puerta. Incontenible entró la multitud.