OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN REFORMA

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"¡Qué tonto eres, hijo mío!".

    Aquel día, en la cámara del rey Carlos III de España, la conversación vino a caer en el tema de las infidelidades conyugales. Su hijo, el príncipe heredero de la corona, metió baza en la conversación y dijo con orgullosa displicencia:

    -Eso del adulterio no nos toca a quienes llevamos sangre real: nuestras esposas no podrían encontrar a nadie superior a nosotros con quién engañarnos.

    El monarca se quedó viendo al príncipe con una larga mirada de compasivo desdén. Luego, dándole la espalda, le dijo algo que todos alcanzaron a escuchar:

    -¡Qué tonto eres, hijo mío!

    Aquel tonto hijo de su padre llegaría a ser Carlos IV. De él, ya lo sabemos, hizo una estatua en México el gran escultor valenciano don Manuel Tolsá, estatua que muestra al monarca con vestidura y traza de emperador romano, jinete en poderoso bridón. La gente llamó a esa estatua, y la llama todavía, "El Caballito", porque monta más el caballo que quien lo monta.

    Una cosa no le puso a su estatua don Manuel Tolsá. Debió coronar la testa de Carlos IV no con el simbólico laurel con que le ornó las sienes, sino con una monumental cornamenta; unas astas de tamaño heroico más grandes que las que portan los búfalos, los alces, los borregos cimarrones, los toros de Texas o, en el género humano, los vikingos. Porque el rey Carlos IV era un grandísimo cornudo, uno de los más descomunales astados que vieron los pasados siglos y esperan ver los venideros. Su mujer, la feísima reina María Luisa, lo engañaba concienzudamente con don Manuel Godoy, que de guardia de corps, simple soldado, se encumbró gracias al favor de la reina hasta llegar a Príncipe de la Paz y ministro todopoderoso en cuyas manos estuvo durante mucho tiempo el destino de España y sus colonias. No es el único don Manuel que ha pasado del poder en la cama al poder tras el trono.     El pobre tonto que era Carlos IV oía repicar y no sabía por dónde. Le contaba muy divertido a su mujer: 

    -¡Lo que es la gente! Se dice por ahí que a Manolito lo mantiene una vieja ricachona, y que por eso anda tan bien vestido siempre. 

    No sabía él lo que sabía todo el mundo, y el sistema solar también. El marido es el último que se entera de estas cosas. Carlos IV, peor aún, no supo nunca lo que en su reino sucedía, o fingió no saberlo. 

    El rey Carlos tenía un hijo. O al menos se presumía que era su hijo. Se llamaba. Fernando. En lo medroso y vacilante se parecía al rey su padre; en lo ambicioso, torcido, intrigante e inmoral salió a su madre. Era gordísimo -esto ya por su cuenta-, y tenía la voz afeminada. Cuando lo presentaron a María Antonia de Nápoles, la mujer con quien se iba a casar, la pobre princesa lo vio y se echó a llorar. La madre de la muchacha le escribió una desolada carta a su marido. En ella le decía: "Fernando tiene un horrible aspecto, una voz que da miedo, y es un tonto completo". Claro que como suegra que era debe haberle tenido mala voluntad, pero lo que contaba era cierto.

    Para educar a Fernando, el ministro Godoy, que en la familia real lo decidía todo, le puso como preceptor a un clérigo de apellido Escóiquiz. Creía Godoy que el tal Escóiquiz era su incondicional. Se equivocó. El canónigo, ambicioso también, se dedicó a inculcar a su joven discípulo un gran desapego por sus padres, y una antipatía, que luego se hizo odio, por el amante de su madre. Cuando enviudó Fernando -había contraído matrimonio en 1802 con María Antonia, que murió cuatro años después-, Escóiquiz intrigó para casarlo con una sobrina de Napoleón Bonaparte. El rey  Carlos se enteró de esos manejos y montó en cólera, que es en lo único que montaba ya. Por indicaciones de Godoy sometió a proceso a su hijo y a Escóiquiz, y los hizo desterrar de la Corte. El pueblo se indignó. Veía en el joven príncipe a una víctima de las malas artes de Godoy y de la debilidad e ineptitud del torpe rey. Y así, cuando las tropas de Napoleón invadieron España en 1808, al enterarse el pueblo de que el monarca y Godoy pretendían huir, se amotinó en Aranjuez, apresó al favorito de la reina, y lo habría hecho pedazos si no es porque algunos audaces lo rescataron de manos de la turba y lo llevaron a la presencia de Fernando, que ordenó respetarle la vida. El timorato Carlos IV, espantado por los excesos del populacho, presentó su abdicación en favor de su hijo Fernando, y éste se vio convertido en rey de España a los 24 años de edad. Eso sucedió el 19 de marzo de 1808. 

    A gritos y coronazos reinaría Fernando VII hasta el año de 1833. Difícilmente podrá encontrarse en la historia de España un rey más indigno, más estúpido, más nefasto que el cretino hijo de Carlos IV. De tal palo tal maderería. Y pensar que la lucha por la independencia de México se inició con el grito de "¡Viva Fernando VII!".