OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN REFORMA

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La mentira.

 

La noche del 22 de febrero de 1913 don Francisco I. Madero y don José María Pino Suárez fueron arteramente asesinados. No convenía al interés de los traidores que vivieron aquellos grandes hombres, y manos de asesinos acabaron con sus vidas.

Será difícil hallar alguna esposa que se haya enterado de la muerte de su marido en forma tan dramática como doña Sara Pérez de Madero se enteró de la muerte del compañero de su vida.

A las 7 de la mañana del 23 de febrero de 1913 sonó el teléfono en la embajada de Cuba. Un ujier fue a despertar al embajador, señor Márquez Sterling, quien dormía un intranquilo sueño después de una noche llena de agitaciones y trabajo.

-¿Qué pasa? -preguntó el cubano aún adormilado.

-Señor embajador, está en el teléfono la señora Madero -respondió el criado-. Llama de la legación japonesa, pide hablar urgentemente con usted.

La esposa de Márquez Sterling se ha puesto en el teléfono y habla con la esposa del presidente caído.

-¡Por Dios, señora! -le ruega doña Sara-. ¡Pídale usted a su esposo que averigüe si es cierto que a mi marido lo hirieron anoche! ¡Tengo que saber la verdad!

La dama cubana intenta tranquilizar a la señora. De seguro, le dice, esa versión es una de las muchas que han corrido desde que don Francisco fue hecho prisionero. Pero en ese momento entra una de las sirvientas de la embajada y le muestra a su ama la primera plana de un periódico: la señora lee, escrita en grandes letras rojas, la noticia de las muertes de Madero y Pino Suárez. En ese preciso momento el repartidor de "El Imparcial", como hacía todas las mañanas, avienta el periódico por una de las ventanas de la legación japonesa. El periódico, abierto, cae a los pies de la señora Madero. De ese modo se enteró doña Sara de que su marido había sido asesinado.

Una hora después llega la viuda, vestida ya de luto, a la embajada de Cuba. La acompaña Mercedes, hermana de don Francisco. Las dos mujeres son la imagen viva del dolor y la desolación.

-Quiero ver a mi marido, señor embajador -dice llorando la desdichada esposa antes de que Márquez Sterling pueda expresarle su condolencia-. Haga usted que me entreguen su cadáver. Quiero llevarlo a su tierra de San Pedro, donde nadie lo traicionó jamás; quiero darle sepultura con mis propias manos; quiero vivir sola, junto a su tumba...

Mercedes solloza con desesperación.

-Fuimos a la penitenciaría -relata entre sus lágrimas- y la guardia nos prohibió la entrada. Luego estuvimos en el despacho de Blanquet. Nos dio una orden por escrito, pero seguramente llamó por teléfono a la Penitenciaría, porque cuando llegamos los guardias rompieron el papel y nos rechazaron otra vez. Yo les grité: "¡Traidores! ¡Asesinos!".

-Señor embajador -repetía doña Sara-. Necesito ver el cadáver de mi esposo. Ese cadáver es mío, me pertenece sólo a mí, nadie puede atreverse a negármelo.