OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN REFORMA

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes

La sonrisa del chacal.

 

En la embajada de los Estados Unidos se urdió la conjura que llevó a la caída de Madero. El llamado "Pacto de la Ciudadela" debe llamarse más bien "Pacto de la Embajada". Muchas razones hay para pensar que también ahí se tramó el golpe final: el asesinato de Madero y Pino Suárez.

-Se ha conducido usted noblemente, señor ministro -dijo Wilson al señor Márquez Sterling, embajador de Cuba en México-. Al general Huerta no le disgustó que haya usted permanecido anoche al lado del señor Madero. Es usted ahora el mejor testigo de que ese pobre hombre no está siendo maltratado.

-Señor Wilson -contestó Márquez Sterling-. Igual que muchos, yo también abrigo grandes temores por la seguridad de los señores Madero, Pino Suárez y Ángeles. Pienso que los militares pueden atentar contra su vida.

-No, señor ministro -le respondió con una fría sonrisa el embajador norteamericano-. Créame si le digo que la vida de usted y la mía corren más peligro que la de Madero. Lo único que podría matarlo sería que hubiese un temblor y que el techo del Palacio Nacional se le cayera encima.

-Pero...

-Tranquilícese usted, señor Márquez Sterling. Huerta, jefe de un ejército sublevado, pudo haber fusilado a Madero. Pero el general es ahora presidente de la República. Tiene, ante los Estados Unidos y ante todo el mundo, la responsabilidad por la vida de esos señores.

Márquez iba a oponer sus argumentos a los de Wilson, pero éste lo detuvo con un ademán.

-El señor Madero no necesita ya la protección de usted.

-Sin embargo -replicó el cubano-, Huerta no dispuso anoche el tren que había ofrecido para trasladar a Veracruz a sus prisioneros.

-En efecto -reconoció el norteamericano-. Pero hizo tal cosa porque, según le comunicaron, el señor Madero daba muestras de locura. Entiendo que eso fue lo que hizo que usted se decidiera a pasar la noche al lado del prisionero.

Márquez Sterling respondió con gran enojo:

-Quien eso le dijo al general Huerta lo engañó. Jamás he visto al señor Madero tan sereno y tan lúcido como lo vi anoche.

-¿De veras? -preguntó Wilson endureciendo su expresión.

-Sí, señor embajador. Madero estaba anoche más tranquilo y sereno que como estamos usted y yo en este momento. Y quiero que sepa, además, que durante todas las conversaciones que sostuve con el señor Madero jamás tuvo él una sola palabra de reproche para sus peores enemigos; no habló mal de Huerta, de Félix Díaz, de Mondragón...

Iba a añadir "ni de usted", pero se contuvo. Esa expresión habría dañado gravemente a Madero. Wilson, en efecto, era el peor enemigo que Madero podía tener. Por eso se indignó Márquez Sterling cuando oyó decir al embajador yanqui aquello de que durante la noche anterior Madero había dado señales de locura. El embajador de Cuba sabía que Wilson presentó una propuesta a los traidores según la cual la mejor solución para el problema de qué hacer con Madero sería encerrarlo, pero no en una prisión, sino en un manicomio.