OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN REFORMA

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Las hienas de la muerte.

Madero empezaba a vivir sus últimas horas. El cerco que habían tendido los traidores se iba cerrando en torno de él.

-¿El señor ministro de Cuba?

-Servidor de usted.

-Vengo de parte del señor presidente de la República, general Victoriano Huerta. No es posible ya esta noche que salga el tren que llevará al señor Madero a Veracruz. El señor presidente de la República lo comunica al Excelentísimo señor ministro, por si desea irse a su casa a descansar.

Don Francisco I. Madero escuchó desolado la noticia que un oficial del ejército daba al señor Márquez Sterling, embajador de Cuba en México.

-¿Cree usted -preguntó el ministro al enviado- que podrá efectuarse el viaje por la mañana?

-No sé nada, señor embajador.

Cuando se retiró el oficial, dijo Madero al ministro cubano:

-Ese tren no saldrá a ninguna hora. Ni mañana ni nunca.

Pareció abismarse en un sombrío pensamiento. Luego tomó de pronto un retrato suyo que estaba en la mesa y después de escribir una dedicatoria lo puso en manos de Márquez Sterling.

-Guárdelo usted, amigo mío, en memoria de esta noche desolada.

Corría la noche del 19 al 20 de febrero de 1913. Era la una de la mañana. Huerta estaba con sus hombres en una cantina del centro de la ciudad. Se bebió una botella y media de tequila antes de ser llevado casi a rastras a las habitaciones presidenciales en el Palacio Nacional.

En las oficinas de la Intendencia el señor Madero y el embajador de Cuba alargaban en vano una conversación cada vez más preñada de silencios. Por fin Madero se levantó de su asiento y dispuso tres sillas a manera de cama para que en ellas se recostara Márquez. Trajo un veliz que tenía las iniciales de su hermano Gustavo y de él sacó algunas cobijas que les servirían tanto para taparse como de almohadas.

-Hagamos de cuenta -dijo al embajador con una sonrisa- que estamos pasando las incomodidades de una cacería.

En otra habitación estaban el vicepresidente Pino Suárez y el general Felipe Ángeles. Entraron a dar las buenas noches. Don José María vio las sillas en que tendría que dormir el embajador y comentó riendo:

-Jamás la diplomacia, arte tan suave, había tenido un lecho tan duro.

-El tiempo lo ablandará en la memoria -dijo Madero.

Luego de que se despidieron Pino y Ángeles el embajador se quitó el saco, el cuello desprendible, la corbata y los tirantes, y los puso al desgaire sobre una mesilla que estaba en un rincón.

-¡Vaya que es descuidado este cubano! -exclamó con tono ligero don Francisco.

Y procedió a acomodar cuidadosamente las prendas, una al lado de la otra.

El propósito del embajador era mantenerse despierto, pues temía por la seguridad de Madero. Este se envolvió en una frazada blanca, sacada también del equipaje de su hermano, y se tendió en su camastro. Pero de inmediato, como si el contacto con la cobija le hubiese recordado a Gustavo, se enderezó de pronto y dijo angustiado:

-¡Ministro! ¡Yo quiero saber dónde está Gustavo!