Se nos invita todas las mañanas a presenciar una ceremonia delirante. No creo que haya manera de describirla de otra manera. Lo que comenzó como un audaz compromiso de comunicación se ha convertido en una inquietante exhibición de incoherencias y agresiones. El presidente de la República encara a los medios para enlazar disparates con insultos. Las obsesiones de siempre se combinan con la ocurrencia del instante. En reflejo a una pregunta se toman decisiones, se contradice a los colaboradores, se niegan los hechos más evidentes. El Presidente divaga, vuelve a contar la anécdota que ha contado mil veces, repite por enésima ocasión algún fragmento de la historia de bronce que tanto le entusiasma. Machaca el manojo de sus frases fijas. Evade cualquier pregunta incómoda. Si aparece un cuestionamiento serio sobre sus responsabilidades de gobierno, el Presidente huye con más descaro que habilidad. Sus evasivas se han vuelto francamente grotescas: quien cuestiona es borrado de inmediato como un interlocutor digno. La intolerancia frente a la opinión discrepante se escenifica todos los días. No se muestra en esos espectáculos del disparate a un Presidente tan seguro de su paso que puede polemizar con soltura y con respeto, que puede defender sus decisiones con argumentos sólidos y pruebas persuasivas. Lo que vemos es a un Presidente voluntariamente ciego. Un político decidido a no ver más que lo que le gusta y a no escuchar más que piropos.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.