El hermetismo intelectual conduce a una ceguera ética. El soberbio que se imagina por encima de los mortales cierra los ojos al mal que puede causar, desprecia el sufrimiento de los irreverentes y cobija a los pillos, si le profesan devoción. El Presidente abre las puertas del palacio a quien lo abraza, llega hasta el último rincón del país para recibir veneración. Pero al crítico le da la espalda. Al independiente desprecia. Recibir a quienes piden seguridad es, para él, prestarse a un espectáculo indecoroso. La más reciente marcha del dolor mexicano ha recibido su menosprecio. Se trata, a su juicio, de un show, un montaje propagandístico. El reflejo de aquel intolerante que, desde el gobierno del Distrito Federal, agredía a quienes pedían seguridad en la capital, sigue intacto. Como entonces, ve a los ocupantes de la plaza como farsantes. Si no son sus seguidores, no defienden un derecho legítimo: montan un espectáculo de propaganda, con el que no está dispuesto a colaborar. El desprecio de López Obrador por sus críticos es un acto de congruencia: nadie, que no sea seguidor suyo, expresa un interés legítimo.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.