El papel del árbitro no es negociar el reglamento, es aplicarlo. Si los futbolistas de uno y otro bando cometen faltas, el árbitro no puede comportarse como si entonces no hubiera problema, como si las unas cancelaran a las otras y el juego pudiera continuar normal, como si nada. Su labor, ingrata pero ineludible, es sancionarlas. Que el partido pueda llevarse a cabo con un mínimo de certeza, con orden y justicia, depende de que haya una autoridad en la cancha que ejerza decididamente ese deber. Un árbitro que tolera todo tipo de trampas, que se muestra dispuesto a transigir ante la presión de los capitanes o las tribunas, que actúa como si su legitimidad dependiera de quedar bien con los equipos y no de asegurar que acaten las normas, es un árbitro que no sólo se condena a sí mismo sino que, además, le da al traste al propio deporte. Su función no es contemporizar con la pasión de las patadas, es hacerle contrapeso con la serenidad de las reglas. La vehemencia de los aficionados suele ser un termómetro inverso de su desempeño: las ovaciones lo denigran, las rechiflas lo enaltecen.
Carlos Bravo Regidor (Ciudad de México, 1977). Es internacionalista por El Colegio de México e historiador por la Universidad de Chicago. Actualmente se desempeña como analista político y consultor independiente.