1993. Aquella mañana de domingo en Tegucigalpa, la enardecida afición catracha amanecía con sensaciones nauseabundas. Nadie había dormido lo suficiente la noche previa al partido eliminatorio ante México. Había demasiada tensión. Pero esta vez la agitación social era por un partido de futbol. En la radio no dejaba de sonar un promocional con versos de odio deportivo que sonaba así entre efectos reverberantes: "Nuestro objetivo es que México no logre su clasificación".