La cultura genera incontables trabajos y recursos para el país, lo que debería bastar a los gobernantes para apoyarla
Teatros sin actores ni bailarines. Salas de concierto sin músicos. Y sin público. Cines y salas de arte sin espectadores. Museos y galerías sin visitantes. Librerías sin lectores. En todo el mundo estos lugares fueron los primeros en cerrarse y serán los últimos en reabrir. El confinamiento ha significado para millones de artistas y trabajadores del arte -técnicos, taquilleros, vigilantes, personal de limpieza, custodios, acomodadores, libreros- no solo la suspensión de sus proyectos, sino la drástica pérdida de sus ingresos. Y, para incontables empresas culturales -espacios independientes, editoriales, distribuidoras, productoras, promotoras de eventos- el riesgo de desaparecer. Las pérdidas no se limitan, además, a sus participantes directos, sino a las sufridas por la hostelería, la restauración y el turismo. La economía cultural ha sufrido una parálisis casi absoluta que ha sido imposible paliar con la apresurada reconversión digital a que nos hemos visto forzados.
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(México, 1968). Es autor de la novelas En busca de Klingsor, El fin de la locura, No será la Tierra, El jardín devastado, Oscuro bosque oscuro y La tejedora de sombras. Y de ensayos como Mentiras contagiosas, El insomnio de Bolívar y Leer la mente. En 2009 obtuvo el Premio José Donoso de Chile por el conjunto de su obra. Sus libros han sido traducidos a 25 idiomas. En 2014 se publicará su novela Memorial del engaño.