Decía Montaigne que le divertía azotar los oídos de los fundamentalistas con la palabra que los encolerizaba. Era una palabra que agredía sus oídos, que los ofendía profundamente: la palabra "placer". Los predicadores aborrecen la idea misma del gozo porque aparta a la tribu de esa única misión que justifica nuestra existencia y que nos convierte en soldados de su cruzada. A cumplir con el deber de la creación o de la historia estamos obligados, no a deleitarnos con frivolidades pasajeras. Hemos venido a cumplir, a desempeñar el papel que nos corresponde, no a distraernos con los encantos del mundo. Nada de juegos. Nada de deleites individuales. Compromiso con la misión y desprecio de cualquier regocijo personal. A esos reclutadores de la gran causa se dirigía Montaigne, con su burlona provocación. Consistía, como lo cuenta en uno de sus ensayos, en pronunciar la palabra que los retorcía: placer. Los placeres de la piel, de la lengua, del oído o de la vista eran el precipicio del pecado: lo indecente, lo licencioso. Lo intolerable.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.