El cinismo confía en que la indignación se apaga pronto. Sabe que el escándalo levanta reclamo, pero éste suele ser breve. El cínico hace sus cálculos. En el momento en que aparezca el siguiente evento indignante, se disolverá la rabia por la aberración anterior. Es cosa de aguantar unos minutos y esperar que la ola pase. La desmemoria es cómplice del descaro. No podemos dejar de hablar del escándalo en el máximo tribunal del país. Aún ocupa un asiento en la Suprema Corte de Justicia una mujer que, de acuerdo a todas las evidencias conocidas, compró un texto y lo hizo pasar por suyo para obtener su licenciatura. No se colaron en su tesis profesional unas cuantas oraciones sin las comillas del respeto elemental. No olvidó citar la fuente de alguno de sus párrafos. Lo que hizo constituye el extremo de la deshonestidad intelectual, la más grave, la más grosera transgresión académica. Transcribió un texto previamente escrito y le puso su nombre. De acuerdo a lo que hemos podido conocer gracias a Guillermo Sheridan, la estudiante Yasmín Esquivel terminó la carrera de leyes burlándose de la ley y de la universidad. Graduada a través de fraude ejerce hoy la más delicada función en la República: cuidar la integridad del régimen constitucional. Hay que subrayarlo: a través de ella, el Estado pronuncia su última palabra. Por eso su permanencia en el tribunal supremo de nuestro país es simplemente inaceptable. Su intervención mancha cualquier deliberación de ese tribunal.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.