OPINIÓN

Don Goyo

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

3 MIN 30 SEG

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Estoy mirando como si lo viera ahora a ese muchachillo tímido, apocado, de 12 o 13 años a lo más. Ha ido a la Librería Martínez, tradicional establecimiento de su ciudad, Saltillo, a comprar Los últimos días de Pompeya, de E. Bulwer-Lytton. Ahorró penosamente los domingos que le daba su papá, y todos los días, de regreso de la escuela, pasaba frente al aparador donde ese libro estaba: temía que se hubiera vendido antes de que él pudiera comprarlo. Cuando por fin lo pidió a la dependienta su timidez le evitó solicitar un descuento, pero don Virgilio Martínez, caballeroso señor, lo reconoció, pues ya antes había llevado otros libros, y le dijo, lacónico, a la empleada: "El 15". Con el dinero que le quedó después de esa rebaja del 15 por ciento el jovenzuelo pudo pagar un refresco de zarzaparrilla en la fuente de sodas del Café Kalionchiz, cuya cubierta era de granito. Ocupó deliberadamente el banco en el extremo de la barra, y observó cómo el encargado de servir las sodas llenaba el vaso hasta los bordes, ponía en él un popote, entonces lujosa novedad, y con un diestro movimiento de su brazo hacía llegar el vaso, que resbalaba sobre el granito, hasta el lugar preciso donde estaba el cliente, a varios metros de distancia, sin que se derramara ni una gota. La lectura de la vívida descripción que hizo el escritor inglés de la erupción del Vesubio fue para el juvenil lector tan deleitosa como el refresco de zarzaparrilla. Lejos estaba aquel chiquillo, pobretón como era, de imaginar que alguna vez caminaría por las calles de Pompeya y aprendería que en sus días de gloria los pompeyanos practicaban uno de los más placenteros frutos del paganismo: el erotismo, a juzgar por las sugestivas pinturas en sus muros, que nada dejan a la imaginación. Mis cuatro lectores habrán adivinado ya que aquel muchachillo que antes dije, y ese viajero seducido por el retrato de los eternos placeres carnales, tan profundamente espirituales, era yo. Tales memorias vinieron a la mía por la visión del humo de la montaña que humea, el Popocatépetl, el familiar don Goyo de quienes viven cerca de él y están acostumbrados a sus continuos trémolos y a sus repentinas cóleras. He sabido que después de la llegada de los españoles los antiguos mexicanos subían hasta el cráter del volcán a buscar azufre, y descendían luego vertiginosamente por la nieve usando un cuero de res a modo de trineo y cargando sobre la espalda algo así como 50 kilos de ese polvo amarilloso con el cual los hombres blancos fabricaban pólvora. Antes, igual que ahora, el fuego de los humanos era más amenazador que el de la naturaleza. Regreso de nueva cuenta a lo que soy, y con pena y todo reconozco que Alberto del Canto, el fundador de Saltillo, mi ciudad, era un cabrón, dicho sea con el permiso de los historiadores serios. Se metió con la liviana esposa de don Diego de Montemayor, fundador de Monterrey, y cuando éste, tras dar muerte a la pecatriz, juró vengarse del desleal follador, Del Canto puso tierra de por medio, y en tierras que ahora son de Nuevo León se dedicó a hacer presas, es decir a capturar indios que luego vendía como esclavos para el laboreo de las minas. Culpas son del tiempo y no Del Canto. Redime a don Alberto el hecho de que tuvo el buen sentido de fincar Saltillo en sitio en el cual no existen las calamidades que azotan a otras poblaciones. En mi ciudad no hay terremotos, ni ciclones, ni quedamos cubiertos por las aguas después de un temporal, ni padecemos fríos polares o calor infernal. Podemos sufrir, sí, un mal gobierno, como el que padecemos todos los mexicanos, motivo por el cual repito ahora que un voto por Morena o por el PT sería un voto contra Coahuila... FIN.