Habían pasado 52 horas desde que llegué al hospital, era septiembre de 1986 y cursaba el quinto año de la carrera, el llamado internado de pregrado. El programa exigía turnos de 36 horas por 12 de descanso; para tener un día libre cada 15 días, tenías que trabajar más de 48 horas seguidas, entrabas el jueves a las 7 de la mañana y salías el sábado después de entregar la guardia, lo cual era habitualmente a las 10 de la mañana. La siguiente semana llegabas el sábado y salías el lunes en la tarde, más de 56 horas seguidas sin parar. En esas largas jornadas buscabas espacios para poder dormir algunas horas, a veces se podía, otras no.