Soy como Napoleón, pero más alto, dijo alguna vez Silvio Berlusconi. Lo que Napoleón hizo por Francia lo hago yo, todos los días, por Italia. El paralelo con el emperador que conquistó media Europa le habrá parecido un tropiezo de modestia, porque unos días después trazó un paralelo más cercano a su megalomanía. "Soy el Jesucristo de la política", dijo entonces. "Soy una víctima paciente, me sacrifico por el mundo". Berlusconi, el magnate de los mil escándalos que fue tres veces primer ministro de Italia, era un aviso del populismo que inundaría al mundo. Su dominio de la política italiana no era una extravagancia sino un anticipo de lo que vendría por derecha y por izquierda. En su cinismo y su arrogancia, en su habilidad para conectar con la indignación colectiva y para expandir los límites de lo aceptable estaban las notas de ese impulso antiliberal que ha marcado los últimos lustros y que ha puesto en jaque a las democracias más sólidas. Delirio de grandeza que corroe cualquier instrumento de moderación. En la tierra de Maquiavelo no tardaron en aparecer las descripciones de la aberración. Kakistocracia, dijo muy pronto Michelangelo Bovero. Es la peor mezcla imaginable de todos los experimentos: rasgos de tiranía, de oligarquía y de demagogia. Giovanni Sartori lo retrató como un sultán que convirtió al país en harén para sus excesos. Maurizio Viroli coincidió: el berlusconismo es un señorío que transformó la sociedad de ciudadanos en una corte de siervos y aduladores.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.