No sorprende el desprecio de las leyes (que son para él formalidades huecas) y de la administración (que es vista como una bestia torpe y costosa). Tampoco la arrogancia moral que le permite ignorar la crítica porque proviene de los sótanos de la podredumbre y no merece una respuesta sino muchos insultos. Su antipatía por los órganos autónomos estaba igualmente cantada. Había avisos de su fascinación por la mitología de la historia oficial y su obsesión ideológica con el ogro del neoliberalismo. Su falta de curiosidad por el mundo, su desinterés en las tablas de las magnitudes y en las sumas era también previsible. Los datos propios le han bastado para evaluar la realidad y fundar sus decisiones. Lo sabíamos: para él los cuentos cuentan más que las cuentas. El mundo tiene en su cabeza la coherencia de una conspiración y así gobierna: enfrentando una conjura de los malignos que vienen del pasado. Todo eso, a decir verdad, conforma un panorama alarmante, pero no sorpresivo. Durante algún tiempo pensé que habría una resistencia pragmática y asesores razonables que podrían contener los impulsos más nocivos de esa visión política. Me equivoqué. Ese resorte de sensatez, de diálogo y de moderación que podría haber generado una razonable tensión en la marcha del gobierno apenas y se ha activado y hoy parece menos presente que nunca.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.