OPINIÓN

Castidad

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

3 MIN 30 SEG

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Partió sir Lancelot a la cruzada con el pretexto de que Dios así lo quería. Ansiaba conocer lugares nuevos, esa es la verdad; se aburría como un farero y tenía sed de aventuras. Además había oído hablar de las mujeres del Oriente, cuyos senos son como la palmera y su cintura como palomas de marfil. O al revés, no se acordaba bien. El caso es que sir Lancelot empezó a hacer los preparativos de su viaje. Cuando su mujer le preguntaba por qué se iba él respondía solemne: "Dios lo quiere". Puras mentiras: lo quería él. A veces hacemos de Dios cómplice de nuestros deseos, y decimos que ordena lo que nosotros queremos hacer. Así somos. Antes de emprender el viaje sir Lancelot hizo que el herrero del castillo fabricara un cinturón de castidad para lady Guinivere, su esposa. La conocía bien, de modo que ordenó el cinturón de fierro del 14 (el mismo espesor tenían los costados del "Titanic"). ¡Ingenuo! No sabía que cuando la mujer quiere hacer donación de su persona de nada sirve que el mundo le ponga óbices. Ya pueden sus guardianes rodearla con altos murallones, encerrarla en fuertes calabozos, poner un ejército de cancerberos a celarla, esconderla en el más intrincado laberinto: ella saldrá por el ojo de una aguja, escalará las tapias en un rayo de sol, irá cual invisible sombra por entre sus custodios y al fin encontrará los medios para dar aquello que para ser dado se le dio. Pero me he ido por los cerros de Úbeda. Quiero decir que perdí el hilo de mi relato original. Vuelvo a él. Un amigo de sir Lancelot supo lo del cinturón de castidad y le preguntó a sir Lancelot con la confianza del amigo: "Perdona la franqueza, compañero: ¿para qué le mandas poner a Guinivere ese artilugio? Bien sabes que es más fea que un endriago, una anfisbena o un dragón; no ignoras que a su paso la leche se agria, malparen las ovejas, marchítanse las plantas, se anubla el cielo, se desmoronan las estatuas, y hasta los perros que la miran quedan bisojos, turnios, trasojados, estrábicos o bizcos. Por otra parte -no digo cuál- es más frígida que las cumbres nevadas del Jungfrau. Cuando abre la boca se le prende un foquito, como a los futuros refrigeradores. Cierta vez pasó a 14 leguas de un sembradío de papayas y las heló todas; ni una sola quedó para la casa. ¿Por qué entonces, si tan fea como una arpía es tu mujer, le haces poner cinturón de castidad?". Responde sir Lancelot: "Cuando regrese de la Cruzada le voy a decir que en el viaje se me perdió la llave"... ¡Bárbaro sir Lancelot! Quería rehuir a toda costa el débito conyugal, obligación prescrita utroque jure, por ambos derechos, el civil y el eclesiástico. Pero, pregunto yo, ¿qué caso tenía meterse en tantos líos? Con hacerlo sin luz habría bastado, o con imaginar que estaba, por ejemplo, con Clemencia Isaura, dama cuya hermosura peregrina inspiró mil canciones de amor a los ardientes trovadores, o pensar que se refocilaba con alguna dama parecida a la legendaria Novella d'Andrea -la cita en uno de sus libros Umberto Eco-, que profesaba una cátedra en el ateneo de Bolonia, cuyo rector magnífico la hacía dar su clase atrás de una cortina a fin de que su prodigiosa belleza no embebeciera a los escolapios, apartándolos de la ardua disciplina del estudio o -peor aún- poniéndolos en tentación de carnalidad concupiscente. No apliques tu entendimiento, Lancelot, a los atractivos exteriores: la belleza -lo dijo Chaucer- es skin deep, no va más allá de la piel. Espero que te sirva este aforismo: "La mujer por lo que valga, no por la...". Termina tú mismo el aforismo... FIN.