Las democracias ya no mueren como solían hacerlo. No caen de pronto con un golpe de estado que suspende libertades, prohíbe partidos y cancela elecciones. No desaparecen con la imposición violenta de una junta militar. Las democracias de ahora mueren con votos. Lo hemos visto en muchas partes del mundo: gobiernos democráticamente electos emplean los recursos constitucionales para ir desmontando contrapesos e imponer un dominio sin restricciones. La corrosión puede ser lenta y pasar como una serie de medidas inofensivas, pero la ruta es bastante clara: se libra una guerra simbólica contra aquellos a los que se pinta como enemigos de la nación, se nulifican los órganos de control, se hostiga a la crítica, se colonizan las instancias de neutralidad, se deslegitima a la oposición. Debilitándose poco a poco, los contrapoderes se vuelven irrelevantes. El poder que surgió de los votos puede ya hacer lo que quiera. Es capaz de rehacer las reglas de juego a su antojo. No necesita pacto alguno para cambiar la constitución. No tiene consecuencia alguna el violarla. Así se instauran las autocracias electivas.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.