La marca personalista del populismo nos hace pensar que su existencia depende exclusivamente del líder. Que podrá trastocar los parámetros de la política, pero que es, a fin de cuentas, un fenómeno pasajero. Atado como está al nombre del fundador, imaginamos no sería capaz de echar raíces. El populismo sería así, un breve tiempo de política ardorosa que tarde o temprano se apaciguaría en rutinas institucionales. Habría que reconsiderar esa expectativa. Ya decía Pierre Rosanvallon, una de las inteligencias más agudas de Francia, que el siglo que vivimos será recordado como el siglo del populismo. No es una moda, sino el desafío más profundo y perdurable de la democracia liberal.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.