El poder político tiene límites que el Presidente no reconoce. Quizá uno de los primeros es que a los gobiernos no les corresponde declarar la verdad. No es propio de un gobierno democrático entregar certificados de veracidad a la prensa y escarmentar verbalmente a quienes se apartan de su versión de la realidad. El gobierno no es tutor del periodismo ni le toca repartir diplomas de buena conducta a la prensa. Más grave es que, lejos de aportar prueba que desmienta o argumento que convenza, el gobierno se empeñe en insultar a los críticos, en descalificar moralmente a los medios, en hostigar a los disidentes. El acoso a los medios contamina el aire de la discusión nacional y dispara alarmas en todos lados. Pero el párroco que nos gobierna no reconoce restricción alguna. Dice lo que le viene en gana e instruye a los suyos para producir un entretenimiento inquisitorial. A él le corresponde orientarnos sobre los caminos de la verdadera felicidad, los propósitos de la vida, el sentido de esa justicia que está por encima de la ley y el contenido de la verdad. Su corazón es tan puro, la llama de su convicción es tan ardiente que no puede resistir la oportunidad de recetarnos una homilía sobre la moral del periodismo a través, por supuesto, del escarnio.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.