No es una mala reforma. No es una muy mala reforma. La reforma judicial es una reforma catastrófica. No mejora sino empeora las cosas. No facilita el cambio en el futuro cercano, lo dificulta y casi lo imposibilita. Fortalecerá al núcleo autoritario, pero debilitará seriamente al Estado. Le dará un enorme poder a la futura Presidenta, pero secuestrará a su gobierno. Ella, hay que decirlo y repetirlo, no es víctima sino cómplice de esta reforma desastrosa. El daño que le hará al País es gigantesco. Pagaremos el costo durante décadas. De un golpe, la aplanadora de adulación e indecencia que votó por la reforma ha aniquilado el contrapeso esencial. Al poder se le ha dado permiso para hacer con su legitimidad lo que le venga en gana. Un pacto mafioso ha logrado una reforma constitucional que nulifica a la Constitución. Ese es el regalito que se le acaba de dar a López Obrador. ¡Qué viva el Segundo Piso! Viva el poder sin límites. Muerte a todas las autonomías. Finalmente, se ha terminado de despejar el terreno de la autocracia popular: se ha removido el último obstáculo que conminaba al Presidente y al congreso a respetar la ley; se ha eliminado la indispensable separación entre representantes y jueces; se ha cortado de tajo el camino hacia la profesionalización de los juzgadores; se ha instaurado un inapelable órgano inquisitorial. Lo lograron: la diputación judicial tendrá las prendas que al Presidente le gustan: sumisión, temor e incompetencia.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.