Al dolor, insulto. Frente a la exigencia de justicia, el Presidente no tiene otro reflejo que la descalificación. Quien pide consuelo y claridad de un jefe de Estado recibe de inmediato la agresión verbal. El Presidente no puede reconocer el sufrimiento de otros si no logra usarlo para su ventaja. Las lágrimas de una viuda son falsas porque no son lágrimas de éxtasis ante su divina presencia. El grito de justicia es hipocresía porque no sale de sus labios. Quien no idolatra al caudillo es un títere de sus enemigos. El megalómano no tiene otro vínculo con el mundo que el desprecio. El "amor al pueblo" es, en realidad, una extensión de su narcisismo. El Presidente no escucha la voz de quien reclama. No es persona quien le exige respuesta: es títere de los peores intereses. ¿Quién te mandó a reclamarme?, pregunta con indignación el Presidente a la mujer que le exigía que su gobierno respetara los derechos humanos y escuchara los migrantes. Para el Presidente, una mujer justamente indignada no tiene voz propia. No es más que la mensajera de un grupo hostil. ¿Te envió la gobernadora? La llama "mi amor". La acusación se envuelve en condescendencia. Desprecio y ofensa paternalista. A los ojos del Presidente, el crítico carece de resorte interno. Es siempre un instrumento de perversos.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.