OPINIÓN

Abrazar a Stalin

ANDAR Y VER / Jesús Silva-Herzog Márquez EN REFORMA

4 MIN 00 SEG

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Nunca me había preguntado sobre el significado de la libertad hasta que abracé a Stalin, dice Lea Ypi en la primera línea de su extraordinario libro de memorias. A fines de 1990, una niña de once años corría asustada por la marcha de una protesta callejera y encontraba refugio en la estatua gigantesca de ese hombre al que había aprendido a venerar como el gran liberador, el espíritu que guiaba el futuro, el alma pura que amaba a los niños. Huía de los gritos y las consignas de una marcha. La niña no tenía forma de entender qué era eso. Nunca había visto una protesta en las calles de su ciudad. Toda su vida había vivido bajo la idea de que en su país no había motivos para la discrepancia. En Albania no había razón alguna para inconformarse. Si acaso, había que esperar que el comunismo verdadero llegara después de la larga espera y los dolorosos sacrificios. Creía que los únicos que podían hacer ruido en la calle eran los vándalos, esos hooligans que provocaban destrozos en los estadios del extranjero. La niña escuchaba que los manifestantes gritaban "Democracia, Libertad. Democracia, libertad." ¿Qué era eso?