La firma de tratados internacionales por un país es una decisión soberana, justamente para imponer límites a esa soberanía. La idea es fijar parámetros, estándares y restricciones a la conducta estatal para alcanzar objetivos superiores que benefician a todos. Después de la Segunda Guerra Mundial, los países europeos tuvieron una gran visión: dejar atrás las hostilidades que habían alimentado conflictos recurrentes a lo largo de la historia y, en lugar de ello, trabajar por la integración no sólo de un mercado común, sino de toda una comunidad institucional. Los pilares fundacionales de este sistema son diversos tratados y autoridades supranacionales y, frente a éstos, los países miembros tuvieron que ceder ciertas funciones esenciales -empezando por la política monetaria- o autolimitar el uso de otras -como la fiscal-. Los resultados del bloque, con todo y sus problemas y limitaciones, han sido excepcionales en lo económico, político y social. Todas las convenciones internacionales en materia de derechos humanos, por citar otro ejemplo, suelen ampliar los catálogos de protección a las personas precisamente porque los Estados se quedan cortos en sus esfuerzos internos. Y desde luego, no vale invocar la soberanía o el derecho local para quebrantar cualquiera de esos compromisos, pues la idea y reglas del derecho internacional existen para evitar que eso suceda.