Tres lugares comunes evocan la palabra feminismo: el primero es un escepticismo respecto de la misma palabra en tanto que parece sonar más a un adjetivo que a un verbo; en segundo lugar, la radicalidad que necesariamente la sitúa en el polo opuesto a lo masculino y en contra de ello y que, además, la convierte automáticamente en una acción violenta y una palabra agresiva y, en tercer lugar, el hecho de parecer englobar muchas cosas en una sola imagen y encuadrar muchas manifestaciones en un único y homogéneo pensamiento; ninguna de las tres le hace justicia ni al término, ni a sus postulados y menos aún, a sus principales exponentes e iniciadoras.