La tercera campaña de López Obrador se parece poco a las previas. Repetir la cantaleta de las críticas traídas es cerrar los ojos a una transformación innegable. Sus dos intentos iniciales exhibieron a un político de enorme talento que, al mismo tiempo, parecía abrigar la esperanza de la derrota. ¿Cómo no pensar en ese anhelo cuando el tabasqueño parecía esmerarse en boicotear su campaña con decisiones contraproducentes y reacciones de torpeza inaudita? Sin adentrarse en los laberintos de la psique puede decirse que el candidato de Morena se había distinguido por su sectarismo. Más que pensar en el ensanchamiento de su base, parecía empeñado en cuidar la pureza de su movimiento. No buscaba la conversión de los escépticos sino el apasionamiento de sus leales. El sectario está convencido de que cualquier pacto con el otro es obsceno, que hablar con quien piensa distinto es ensuciarse. De ahí que la autocrítica sea impensable para el sectario. Atreverse a ver los errores propios, aceptar la responsabilidad en el fracaso es inaceptable. El sectario ha de alimentar por ello las conspiraciones que lo liberan de cualquier responsabilidad. Sólo el perverso todopoderoso es culpable de su desgracia.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.